Numerosas exposiciones individuales y colectivas, así como la película que lleva su nombre de Agnès Merlet (1997), revelan el talento de excepción de esta pintora. En 2020, la National Gallery de Londres hizo la primera gran muestra de la enorme creadora en medio de la pandemia.
De mucha más envergadura que las mediocres Rosalba Carriera y Angelica Kauffmann, registradas por las más elementales historias del arte, fueron Elisabetta Sirani, Sofonisba Anguissola, Lavinia Fontana, Marietta Robusti, hija primogénita de Tintoretto, en el siglo xvi y, más tarde, Artemisia. En realidad, formaron parte de un núcleo muy numeroso de pintoras, cuya fama trascendió las fronteras peninsulares, solicitadas por las cortes de España e Inglaterra. Fueron menos discriminadas en su tiempo que en siglos posteriores, aunque los libros, escritos por hombres, hayan omitido hasta hace poco sus nombres. Es que, frente a la evidencia, es imposible ocultar la realidad. En la segunda mitad del siglo xx son las mujeres creadoras que dominan el panorama artístico internacional, con una energía imaginativa, una inteligencia de planteos y una profundidad expresiva que pocos varones son capaces de mostrar.
Vale la pena citar a una sola, la escultora Louise Bourgeois, que a los 90 años y para asombro de crítica y público demostró una vitalidad y una audacia sin rivales.
La exposición La lección de Caravaggio, realizada en el Museo de Arte de San Pablo, que no eran obras maestras de las colecciones italianas como se afirmó en el catálogo (lo mismo se hizo aquí con la muestra proveniente del Vaticano), incluía un autorretrato de Artemisia que no tuvo la resonancia debida en el ambiente brasileño. Es cierto que las dos obras de Caravaggio fueron capaces de empañar la visión y dejar en un segundo plano al resto de los integrantes. Pero Artemisia venía muy bien representada y con toda una historia tormentosa que la condujo a la fama.
Artemisia nació en Roma el 8 de julio de 1593. Su infancia y adolescencia transcurrieron en medio de un ambiente artístico sumamente intenso y Orazio Gentileschi, su padre, no se opuso a la vocación pictórica de la hija, que, muy pronto, superaría la fama (y la imaginación) paterna. Caravaggio ejerció una influencia notable y el siglo del barroco por excelencia se inclinó ante sus misteriosos claroscuros y su potente realismo, así como ante muchos de los temas escogidos y que se pusieron de moda. A los diecisiete años Artemisia pintó Susana y los viejos, y demostró que no era un mero ejercicio de taller, sino que además del dominio técnico ofrecía una interpretación original de la anécdota, con una afirmación imperiosa de su ya definida personalidad.
Fue en ese año que su padre acusó al pintor Agostino Tassi, su colaborador y profesor de Artemisia, de haberla violado. El juicio, con la revisión ginecológica pública, fue traumático y humillante para Artemisia. Pero no se dejó dominar por una situación adversa. Se casó y tuvo un hijo. Se retiró a Florencia (1612-20) y realizó algunas de sus mejores obras. Protegida por importantes mecenas florentinos, tuvo un éxito como retratista que trascendió fronteras. Luego regresó a Roma (1620-26) y ejecutó su magnífica Judith decapitando a Holofernes. Posiblemente hizo algún pasaje por Génova y Venecia (no confirmados), aunque es seguro que a partir de 1627 se radicó en Nápoles, aureolada de una ancha fama.
Tuvo tiempo para ir a Londres a cuidar a su padre enfermo, y allí se entretuvo algunos años, para morir, por la escasez de documentos fehacientes, entre 1652 y 1653, que contrasta con la abundancia de correspondencia epistolar con grandes figuras de la época, entre ellas, Galileo Galilei.
Artemisia dejó bien claro su temperamento independiente y luchador, capaz de competir en un ambiente dominado por hombres. Lo proyectó en sus cuadros. En retratos y autorretratos, en los temas bíblicos, puso (e impuso) su peculiar modo de interpretarlos, muy alejado de la rutina. La especialista Whitney Chadwick escribió que «El rasgo más insistente de la Judit decapitando a Holofernes, la feroz energía y la violencia sostenida de la escena, ha suscitado amplios comentarios críticos, formulados por escritores que han descubierto alusiones al trance personal de la pintora como receptora de las insinuaciones sexuales de Tassi».
Luego de repasar los antecedentes pictóricos del tema (Caravaggio, su padre y Rubens), agrega: «no hay nada en la historia de la pintura occidental que nos prepare a la expresión de la Gentileschi, del vigor físico de la mujer, brillantemente captado en la composición de molinillo adoptada, en la cual los brazos entrelazados y embistiendo diagonalmente convergen en la cabeza de Holofernes. Sin embargo, no es solamente la corporeidad de las figuras de las mujeres lo que hace que el cuadro sea inusual, sino su combinación con una nueva disposición de las miradas.
No aparecen aquí las recatadas ojeadas y las discretas miradas de las figuras femeninas de la pintura occidental. El resultado es una confrontación directa que quiebra la convencional relación ente un espectador masculino "activo" y una mujer receptora pasiva.» En efecto, la complejidad de la composición, con sus varios ejes oblicuos disparados en varias direcciones, la brutalidad de los gestos de los tres protagonistas que se prolongan en los vestidos arremangados en una turbulencia plástica que deja al desnudo la musculatura de los brazos, hizo que Roland Barthes llegara a la conclusión de que «Podría hablarse de dos campesinas que están degollando un cerdo», mientas que para la pintora argentina Lea Lublin la espada/pene, la manera de poseer simbólicamente, vengativamente al hombre, es cortarle la cabeza, como lo hace la viuda judía al soldado asirio.
Como en un acto de reivindicación feminista, Artemisia opone a la violencia del varón la violencia de la mujer, deja a un lado las connotaciones religiosas y patrióticas de la anécdota y se concentra en la lucha física de la escena, un contrapunto entre la agonía y el éxtasis (sexual), quizá en un referente autobiográfico, que, a la manera de Louise Bourgeois en La muerte del padre, ilumina el sentido final del cuadro. Esta furia reivindicativa y esas mujeres robustas, de potentes hombros, son extrañas a las representaciones históricas. Artemisia propone un nuevo ideal de mujer, dueña de su propio cuerpo y destino, capaz de enfrentarse con el Otro de igual a igual (en energía intelectual, en invención formal).
De la misma manera en su Autorretrato como alegoría de la pintura, alegoría que es, al mismo tiempo, la propia imagen y dándole, según el iconografista Cesare Ripa, la personificación femenina de la Pintura. Y Chadwick finaliza: «La obra pertenece a una tradición en la que la pintura se identifica con las artes liberales, pero aquí, artista y alegoría se funden en una misma imagen [...] aquí, por vez primera, una mujer artista no se presenta como una dama, sino el mismísimo acto de pintar».
Hay más en ese cuadro. Artemisia aparece autorrepresentada con la paleta en la mano izquierda y empuñando el pincel con la derecha, dando, quizá, un último toque a la imagen del retrato que pinta (supuestamente, según algunos, Velázquez), como una soberbia síntesis de la pintura toda. Un gesto similar, pero ocultando la tela que pinta, hará Velázquez en Las meninas, pero las miradas desafiantes al espectador tienen, en uno y otro caso, el mismo signo de atraerlo hacia el interior del cuadro.