En una rueda de prensa ofrecida desde su club de golf en Bedminster (Nueva Jersey), el expresidente ha afirmado que lidera una acción civil colectiva por reprimir su voz y otras voces conservadoras. “Pedimos que se acaben la censura, las listas negras, el destierro y la cancelación que ustedes tan bien conocen”, ha recalcado. Poco después, ha llegado el primer correo de su oficina de campaña pidiendo contribuciones para financiar la batalla legal.
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Tanto Twitter como Facebook suspendieron la cuentas de Trump por un periodo indefinido tras la violenta irrupción en el Capitolio el 6 de enero, con la que una turba de sus seguidores trató de boicotear la confirmación de la victoria electoral del demócrata Joe Biden, por considerar que sus mensajes de aquel día, llamando a las protestas, lo habían alentado. YouTube, propiedad de Google, hizo lo propio.
Trump llevaba, además, meses agitando el bulo del fraude electoral, aunque los tribunales lo han descartado, y mantiene a día de hoy que él ganó los comicios y que Biden llegó a la Casa Blanca de forma ilegítima.
El caso Trump ha abierto un lógico debate sobre la frontera entre la incitación a un delito, la difusión de bulos y la libertad de expresión. Las demandas han sido presentadas en un tribunal federal del distrito sur de Florida, donde reside desde que dejó la Casa Blanca, y alegan que las plataformas están violentando el derecho a esa libertad de expresión consagrada por la Primera Enmienda de la Constitución.
En tanto que este principio atañe a los poderes públicos y no a las compañías privadas, el expresidente aduce que estas redes ya no deben considerarse un actor privado, sino público, como un Gobierno.
Con la ley de la decencia de las comunicaciones, de 1996, la demanda parece tener poco recorrido. Esta normativa establece que las compañías quedan exentas de responsabilidad por los contenidos que publican sus usuarios, pero permite que las plataformas filtren o moderen esos mensajes si infringen sus reglas, siempre que lo hagan de “buena fe”.
Para Facebook, ha supuesto un giro crucial en su política. Antes de la turba del Capitolio consideraba que los discursos de los políticos eran relevantes y noticiosos y, por tanto, podían sortear los filtros de moderación. Meses después, la plataforma de Mark Zuckerberg consideró que algunos mensajes de figuras públicas pueden representar riesgos para el orden público y debían ser castigados.
El pasado 4 de junio la firma decidió que la suspensión de las cuentas de Trump se mantendría durante un plazo de al menos dos años, con la previsión de revisar la decisión el 7 de enero de 2023, a tiempo para las elecciones de noviembre de 2024, a las que el expresidente ha insinuado varias veces que se presentará. La compañía siguió la recomendación de su consejo de supervisión independiente, que, un mes antes, había recomendado bloquear su perfil.
“Nuestro caso demostrará que esta censura es ilegal, inconstitucional y completamente antiamericana”, dijo Trump, para añadir: “Si me lo hacen a mí, se lo pueden hacer a cualquiera”.
En la demanda pide una orden al juez para desbloquear esa suspensión, que está teniendo un impacto en su vida política.
La desaparición del expresidente de las grandes plataformas ha impactado en su presencia mediática y social. En Facebook, Twitter, Reddit y Pinterest, las menciones sobre el expresidente se han desplomado un 95% entre enero y principios de junio, según un seguimiento llevado a cabo por The Washington Post. Y el blog personal que lanzó a principios de mayo cerró un mes después.
Envía comunicados a la prensa y sus seguidores casi a diario, con el mismo tono coloquial y, a veces, agresivo de aquellos mensajes de Twitter que compartía a diario, pero tienen mucha menor repercusión en los medios y en las conversaciones de a pie.
Las redes sociales fueron un instrumento clave en el ascenso político y posterior victoria de Donald Trump en 2016. El caso demuestra la capacidad que los directivos de estas empresas concentran para poder moldear la conversación política de un país.