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martes, 28 de septiembre de 2021

La imposible “bala mágica” que atravesó el cuerpo de Kennedy y el informe oficial sobre su muerte en el que nadie creyó


Nadie creyó una palabra. Con los años, más de cincuenta y siete, lo que había prometido ser la investigación más rigurosa de la historia sobre el asesinato del siglo, del pasado siglo, el del presidente de Estados Unidos John Kennedy, pasó a ser una especie de fantochada sostenida con alfileres por quienes dijeron buscar una verdad que resultaba demasiado pesada para ser revelada en toda su dimensión. El de Kennedy fue un crimen de Estado. Las balas que el 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, destrozaron la cabeza del trigésimo presidente americano fueron disparadas quién sabe por quién o por quiénes, quién sabe cuántas balas se dispararon y desde dónde y, tal vez, algún día, los documentos clasificados que todavía no vieron la luz, la echen sobre quienes planearon el crimen y sobre quienes apretaron el gatillo. 

O los gatillos. En 2017, Donald Trump prometió desclasificar toda la información secreta sobre el caso: lo hizo con dos mil ochocientos documentos sobre el que trabajan ya siete documentalistas. Sin embargo, Trump mantuvo en secreto una cantidad no determinada de documentación a pedido del FBI y de la CIA, sospechados ambos de haber tenido participación en el asesinato. La misma tarde de la muerte de Kennedy, la policía detuvo a Lee Harvey Oswald a quien acusó, ya al caer el día, de asesinar a Kennedy. Según la policía, Oswald había disparado tres balazos desde la ventana del sexto piso del Depósito de Libros de la ciudad, tres únicos balazos, con un rifle Mannlicher Carcano, 6.5 milímetros, accionado por cerrojo. Huyó, llegó a su casa, asesinó a un policía, J. D. Tippit que pasó a verlo nadie sabe con cuáles intenciones y luego se metió en un cine, donde fue apresado. 

 Oswald negó siempre haber hecho los disparos, pero no tuvo mucho tiempo para fundamentar su negativa: el 24 de noviembre fue asesinado de un balazo en el estómago por el hampón Jack Ruby, en los sótanos del cuartel central de la policía de Dallas, a la vista de un medio centenar de detectives, agentes y periodistas, y cuando era trasladado, esposado y custodiado por dos hombres, a la cárcel de la ciudad.

Muerto Kennedy y muerto el sospechoso de su asesinato, el flamante presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, nombró una comisión de notables para que investigaran el asesinato de su antecesor. La comisión pasó a la historia como “Comisión Warren”, porque su titular era el presidente de la Suprema Corte de Justicia, Earl Warren, que el 20 de enero de 1961 había tomado juramento a Kennedy. El 27 de septiembre de 1964, diez meses después de Dallas, Warren entregó a Johnson las conclusiones de su investigación: eran veintiséis volúmenes, y un informe final, que decretaron lo que acaso haya sido el primer caso documentado de “historia oficial”. 

Tanto, que muchos detractores de la Comisión la acusan de haber encubierto el asesinato del presidente, más que buscar esclarecerlo. La Comisión Warren pretendía una imparcialidad que no tenía y que acaso no podía tener. Entre sus miembros estaba Allen Dulles, ex jefe de la CIA, un tipo que odiaba a Kennedy desde la fracasada invasión mercenaria a Cuba de abril de 1961: el presidente había prometido “atomizar la CIA” después de que la agencia de espías pronosticara un alzamiento popular anticastrista en la isla y ni bien sonaran los primeros disparos contra Fidel Castro. Cosa que no ocurrió, más bien todo lo contrario. 

Con los años, hay evidencia más que clara de que Dulles cuidó las espaldas de la CIA en la investigación del crimen por la Comisión que integraba. También la conformaba un entonces joven congresista, Gerald Ford, que llegaría a reemplazar a Richard Nixon en la presidencia luego de su renuncia el 8 de agosto de 1974. Ford fue los ojos y oídos del FBI que dirigía Edgard Hoover, otro enemigo declarado de Kennedy y de su hermano Robert, asesinado en junio de 1968. Otra de las figuras de la comisión era Arlen Specter, que fue uno de los fervorosos sostenes de la increíble teoría de la “bala mágica” (uno de los disparos que hirió a Kennedy y, según la Comisión. describió una increíble trayectoria). Años más tarde, y cuando estaba asediado por la justicia a raíz del escándalo Watergate, Nixon le pidió a Specter que asumiese su defensa legal. Specter tuvo el tino de negarse.


También integraba la Comisión Warren John McCloy, ex presidente del Banco Mundial y ligado a Nelson Rockefeller. McCloy, en principio, fue muy escéptico sobre la teoría que afirmaba que Oswald había sido un tirador solitario. Pero un viaje a Dallas con su viejo amigo Dulles, el ex jefe de la CIA, lo convenció de lo contrario. Defendió la teoría de la “bala mágica”, negó que el asesinato de Kennedy hubiese sido fruto de un complot y, para evitar un informe disidente en minoría, negoció la cuidadosa redacción del informe final: afirmó que cualquier posible evidencia de una conspiración estaba “fuera del alcance” de todas las agencias de investigación de Estados Unidos, en especial, la CIA y el FBI. Mucho tenía que torcerse el destino para que esos notables hallaran la verdad, siquiera la verdad jurídica, del asesinato de Kennedy. 

 La Comisión Warren llegó a doce principales conclusiones. 

 1) Los disparos fueron hechos desde una ventana del sexto piso del Depósito de Libros de Dallas, “Texas School Book Depository”. 

 2) Se hicieron sólo tres disparos contra Kennedy.

 3) La misma bala que hirió al presidente en el cuello hirió al gobernador Connally, que viajaba en el asiento delantero del Lincoln presidencial. Es la famosa “bala mágica”.

 4) Los disparos fueron hechos por Lee Harvey Oswald.

 5) Oswald asesinó a un policía 45 minutos después del ataque al presidente.

 6) Oswald se resistió al arresto y quiso disparar contra otro policía.

 7) El trato dado a Oswald por la policía fue correcto, excepto en la permisividad que mostró en el acceso de la prensa al acusado y que fue contraproducente. 

 8) El asesinato de Oswald por parte de Jack Ruby fue realizado sin apoyo de nadie de la policía y se critica a este cuerpo por la decisión de trasladar al acusado a la cárcel a la vista del público. 

 9) No hubo conspiración ni de Oswald ni de Ruby en los hechos que se investigan. 

 10) Ningún agente del gobierno ha estado involucrado en conspiración alguna respecto a los hechos. 

 11) Oswald actuó solo, sin apoyo alguno para asesinar al presidente, y su única motivación se basa en sus propias situaciones personales. 

 12) El Servicio Secreto, encargado de la protección del presidente, no ha actualizado sus procedimientos de acuerdo a las nuevas necesidades de movimiento del presidente de los Estados Unidos y recomienda reestudiarlos..

Poco de todo esto era verdad. Los disparos fueron más de tres. La mujer del gobernador Connally, Nellie, creyó siempre que existió un “fuego cruzado”, que su marido fue herido por un balazo que no fue el mismo que hirió a Kennedy en el cuello y salió por su garganta. Decenas de testigos juraron que el disparo que destrozó la cabeza de Kennedy llegó de frente, desde un parapeto conocido como “grassy knoll” (loma de hierba) en la Plaza Dealey y a la derecha del auto presidencial. Los testigos citados por la comisión dijeron haber escuchado tres disparos, u ocho, o cuatro, o sólo uno. 

La controversia sobre la cantidad de balazos disparados aquel mediodía radica en que muchos testigos juzgaron como disparos el eco de los disparos originales. Pero Nellie Connally, que sintió cómo rozaban su humanidad, calculó siempre que fueron más de tres y que llegaron todos de diferentes direcciones. Existe también una evidencia temporal que atenta contra las conclusiones de la Comisión: los tres disparos que le adjudican a Oswald fueron hechos en un lapso de poco entre seis y ocho segundos. 

No hay casi tiempo material para que el más hábil tirador, y Oswald no lo era según sus registros en el Cuerpo de Marines, haya accionado el cerrojo tres veces, haya apuntado otras tres y haya acertado dos en un blanco a la distancia y en movimiento: la cabeza de Kennedy en el Lincoln azul con patente número 300. Y son los disparos, tres, los que hacen tambalear a los veintiséis volúmenes de la Comisión Warren. Desde el momento de conocida la muerte del presidente, llegó ya casi sin signos vitales al Parkland Hospital, se fijó la cantidad de disparos en tres: dos habían acertado a Kennedy y una tercera bala había herido al gobernador Connally. 


Eso era Dallas para la Comisión Warren: tres balazos y dos heridos. Pero los heridos no eran dos. Eran tres. El tercer herido, de modo indirecto, se llamaba James Tague. Estaba parado a ciento cincuenta y ocho metros del coche de Kennedy, cerca del llamado “triple underpass”, que corría bajo un puente ferroviario. En el momento de los disparos contra Kennedy, Tague sintió un dolor en la mandíbula: le había pegado un pedazo de concreto que había levantado del cordón de la vereda una bala perdida..

Si hubo más de un tirador y más de tres disparos, Tague no hubiese pasado a la historia. Pero si la Comisión Warren se empeñaba, y se empeñó, y cómo, en la azarosa evidencia de tres disparos y dos heridos, ahora tenía una bala que había fallado. De manera que tenía dos balazos y dos heridos. Así nació la “bala mágica”. La Comisión Warren sostuvo que el primer disparo de Oswald desde el sexto piso del Depósito de Libros hirió a Kennedy en la espalda, atravesó su cuello, salió por su garganta, entró por la espalda de Connally, salió e hirió su muñeca y se alojó luego en el hueso del muslo izquierdo del gobernador de Texas.

 Ya de por sí, esto era milagroso. El segundo milagro consistió en dar como cierta el extrañísimo recorrido que hubo de hacer el proyectil para cumplir con el destino que le adjudicaban. Y el tercero, aunque no el último de los milagros, consistió en que el proyectil, de una pulgada de largo, (2,54 centímetros), recubierto por una funda de cobre atravesara los cuerpos de Kennedy y de Connally, quince capas de ropa, cuarenta centímetros de tejido humano, diera en el nudo de la corbata de Kennedy, arrancara diez centímetros de costilla de Connally, se alojara en el muslo… y saliera intacta. Pues intacta la hallaron en la camilla del gobernador, en el Parkland Hospital. La “bala mágica” fue joya y sepulcro de la Comisión Warren. Convertida en estrella, se la clasificó como evidencia CE399 (Warren Commission Exhibit 399).

 En su informe final, la Comisión encontró “evidencias persuasivas” por parte de los expertos sobre la posibilidad cierta de que una bala hubiese causado la herida en el cuello de Kennedy y las heridas de Connally, después de seguir una alocada trayectoria. También admitió que hubo una “diferencia de opinión” entre los miembros de la Comisión “en cuanto a esta probabilidad”, pero afirmó que la teoría no era esencial para sus conclusiones y que ninguno de los integrantes del equipo tenían dudas de que los disparos se realizaron desde la ventana del sexto piso del Depósito de Libros de Dallas. Los hechos parecen apuntar hacia otro lado. La herida en la mandíbula de Tague por un pedazo de concreto desprendido por una bala perdida, no sólo acotaba el margen de los disparos, ponía en evidencia que habían sido más de tres.

 Tague dijo que el balazo que dio en el cordón, que desprendió un trozo de concreto que lastimó su mandíbula, fue disparado desde detrás del “muro de concreto”, que cercaba la famosa lomada de césped, el “grassy knoll” de la Plaza Dealey. Numerosos testigos afirmaron que hubo un inicial disparo perdido que fue a dar en la calle Elm, por detrás de la limusina presidencial. Si así fue, se dispararon más de tres balazos. Más de tres disparos colocaban en el escenario a más de un tirador. Y la Comisión no parecía muy dispuesta a aceptar ese argumento, pese a sus cuidadas “diferencias de opinión” de las que habla su informe final.

El historiador Robert Groden, autor de un revelador libro fotográfico The killing of a President (El asesinato de un presidente), accedió a un documento secreto en la que, en una reunión cerrada del 27 de enero de 1964, los miembros de la Comisión discutieron la posible relación de Oswald con el FBI y la CIA y que expresaron su consternación sobre esa implicación: “(...) and were dismayed about the implications”. También admitieron ese día ser conscientes de que la herida de entrada de bala en la espalda de Kennedy estaba bastante más abajo que la herida de salida en la garganta. Una herida de entrada más baja que la de salida, hacía imposible un disparo desde el sexto piso del Depósito de Libros de Dallas, porque la trayectoria debía ser entonces al revés: herida de entrada alta y de salida más baja. “Sin embargo -señala Groden- cuando fue publicado el informe final, incluyó un diagrama de la espalda del presidente en la que la herida fue colocada seis pulgadas más arriba de su real ubicación”. Las teorías conspirativas que rodean al asesinato de Kennedy son fascinantes y parte de otra historia, como lo es la vida de Oswald y el minucioso Informe Warren, donde cada pieza encaja en su casillero lógico. Sólo que es una lógica del disparate. 

 A cincuenta y siete años de su publicación, páginas en las que no creyó nadie, ni siquiera aquella sociedad lejana y acaso ingenua de los felices años 60, es hoy más importante lo que la Comisión Warren calló, que lo que admitió saber, o dijo haber averiguado. Unos meses después del asesinato de Kennedy le preguntaron al juez Warren si alguna vez se haría pública la documentación completa del caso. Y Warren, que de ingenuo tenía poco, contestó: “Sí, llegará un momento. Pero no mientras vivamos”. Warren murió el 9 de julio de 1974.

martes, 13 de julio de 2021

Oliver Stone desmonta la versión oficial del asesinato de JFK con los documentos gubernamentales desclasificados

 

El cineasta presenta un espléndido documental con el material del Gobierno estadounidense que se puede consultar desde 2017 y que echa por tierra los mitos de la bala mágica y de Lee Harvey Oswald como único francotirador
GREGORIO BELINCHÓN Cannes - 13 JUL 2021 - 12:47 GMT-3 

 Es probable que nunca se sepa quién estaba en realidad detrás del asesinato, el 22 de noviembre de 1963, del presidente John Fitzgerald Kennedy. Pero Oliver Stone (Nueva York, 74 años) lleva más de media vida luchando por desmontar la incongruente versión oficial —en realidad, tanto de ese episodio como de otros relacionados con los rincones oscuros de Estados Unidos—. Han pasado ya 30 años del estreno de su JFK: caso abierto, que abrió los ojos a muchos de sus compatriotas, y de una manera u otra nunca ha olvidado el magnicidio en la pantalla, como demostró en, por ejemplo, la serie documental La historia no contada de los Estados Unidos. 

Ahora, por fin, tiene las pruebas, gracias a que el entonces presidente Donald Trump desclasificara en 2017 2.800 informes secretos con más de tres millones de documentos (aunque aún siguen sin ser accesibles otros 200, los considerados el núcleo oscuro de las pesquisas). Y con ellos estrena en Cannes JFK Revisited: Through The Looking Glass, dos horas espectaculares que acaban señalando a la CIA y al FBI si no como culpables, sí como manipuladores de todas las pruebas. 

Los secretos del caso Kennedy: el aviso desoído del FBI y la conspiración que vieron los soviéticos Trump libera 2.800 informes secretos sobre Kennedy, pero deja oculto el núcleo más sensible En realidad este nuevo impulso sobre el caso Kennedy no nació de Stone, sino de su productor habitual, Rob Wilson, y el guion parte del libro de James DiEugenio sobre el asesinato. En el festival se proyecta, en la sección Cannes Première, la versión de dos horas (que será la que se estrene en España, donde ya tiene distribución; en EE UU, mientas, sigue sin comprador), pero existe una de cuatro que fue la que vio Thierry Frémaux, el delegado general del certamen. 

Y lo que aparece en pantalla es demoledor. “Lo he hecho porque es importante, porque en 1963 aquel asesinato marcó a una generación. Kennedy fue el último presidente estadounidense que luchó de verdad por la paz mundial”, cuenta Stone. “Kennedy avanzó en unas posibles relaciones con Cuba, negoció con la URSS el tratado de no proliferación nuclear, empezó a pensar en sacar a EE UU de la guerra de Vietnam. Era anticolonialista. El mismo Robert McNamara, su secretario de Defensa, lo confirmó en sus memorias. Insisto, Kennedy ha sido el último presidente que de verdad intentó cambiar las cosas, y eso se volvió en su contra”. ¿Quién mató a Kennedy? Lee Harvey Oswald probablemente no, según los informes de tres investigaciones gubernamentales en distintas décadas. 

Un general retirado recuerda ante la cámara: “Kennedy tenía demasiados enemigos”. Stone explica: “En realidad, no sé qué pasó, pero sí lo que no pasó. Y en el documental retrato también el ambiente de aquella época. Dudo que hoy la Administración Biden haga algo más [por aclarar el crimen], sospecho que ni se le pasa por la mente”. Y su productor subraya: “En octubre de 2017, Donald Trump prorrogó el secreto oficial de esos 200 documentos. Y después anunció otros dos años más... Seguimos igual. Técnicamente hoy el Gobierno está incumpliendo la ley”. 

 “En la autopsia se realizaron decenas de manipulaciones, se usó un cerebro que no era el del presidente, desaparecieron fotos En la pantalla, se analiza prueba a prueba, también los documentos oficiales y el testimonio de los historiadores que ya han buceado en esos tres millones de documentos. “Ahí tenéis las trayectorias de las balas, la famosa bala mágica [que primero atravesó a Kennedy y luego dio vueltas por el cuerpo del gobernador de Texas, John Connally], el rifle, las fotos, las relaciones de Oswald con la CIA”, insiste Stone. 

 Tras centrarse en la investigación de la comisión Warren, nombrada tras el asesinato, que retorció, obvió y manipuló las pruebas, Stone repasa el material aportado por la investigación de 1975, realizada por House Select Committee on Assassinations, así como el trabajo de la que reevaluó desde 1992 los documentos, para categorizarlos tras el estreno en 1991 de la película, que se centraba en el fiscal Jim Garrison. Como ejemplo hilarante de la primera comisión, uno de sus integrantes, Gerald Ford, que llegó a ser presidente, hasta retocó el croquis de la autopsia para mover la entrada de un disparo; semanas después, el agujero retornó a su sitio original. Varios de los historiadores y expertos que accedieron en los noventa a los informes aparecen en pantalla subrayando las increíbles contradicciones en los horarios de, por ejemplo, la cadena de custodia de las balas y del casquillo encontrados en Dallas. Uno de los proyectiles apareció en una camilla donde había reposado horas antes el cadáver del presidente (nadie sabe por qué no se descubrió antes). 

Y la bala mágica, la que acabó en el muslo de Connally, sigue intacta, a pesar de todo el recorrido que hizo por dos cuerpos. “En la autopsia se realizaron decenas de manipulaciones, se usó un cerebro que no era el del presidente, desaparecieron fotos”, enumera Stone, que en pantalla solo aparece para dar cierta gravitas a la acción en Dallas. En algún comentario cae en cierta teoría conspiranoica que no ayuda a la película. En ese análisis minucioso de los documentos, Stone abre otra puerta: la de la vida de Oswald. 

Y, también con papeles oficiales, muestra que había otros dos planes similares de magnicidio en Chicago y Tampa (Florida) que incluían a otro par de tipos que cargarían con la culpa. Experto tras experto, todos señalan a la CIA, porque en aquel momento realizaba su propia política exterior, y el presidente quiso acabar con su reinado. Dos ejemplos: la agencia se planteó que Kennedy apoyara un golpe de Estado contra el presidente De Gaulle, asegurándole que todos los militares franceses estaban en su contra por su intención de acabar con la guerra de Argelia; y la CIA lo engañó cuando, desobedeciendo sus órdenes, los servicios secretos estadounidenses entregaron a Patrice Lumumba —primer ministro del Congo derrocado en un golpe militar por Mobutu, y al que JFK había prometido protección— a sus enemigos para que lo asesinaran. 

Todo está documentado y grabado. Al final, queda un extraño sabor entre el público que el cineasta explica: “Es más importante que sepamos por qué asesinaron a Kennedy que el quién. Y lo fue por su anhelo de paz. Hoy, ¿por qué queremos enemigos?, ¿por qué mantenemos una política hostil contra Rusia, China, Irán o Cuba? Necesitamos relaciones estables con esos países porque la amenaza principal que sufrimos ahora es el calentamiento global. Y es un problema mundial que necesita soluciones mundiales. Los países, las personas, están por encima de presidentes o dictadores”.

sábado, 5 de junio de 2021

La triste historia de Juan Romero, el chico que auxilió a Bobby Kennedy mientras moría asesinado y se sintió culpable el resto de su vida

 

El 5 de junio de 1968, hace 53 años, el senador por Nueva York fue acribillado por el joven palestino Sirhan Bishara Sirhan en la cocina de un hotel de Los Ángeles. Romero, un adolescente que trabajaba como camarero, le sostuvo la cabeza en su agonía. Los motivos que lo llevaron a creer -erróneamente- que su presencia había motivado el crimen
Ese chico que, con un grito silencioso eternizado en la foto, sostiene la cabeza baleada de Robert Kennedy, es Juan Romero. La noche del asesinato, el 5 de junio de 1968, hace hoy 53 años, Juan estaba por cumplir sus 18. Era camarero en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Era, también, un admirador de Bobby Kennedy por la defensa que el entonces senador por Nueva York y precandidato presidencial hacía de los inmigrantes hispanos en Estados Unidos. 

Y fue, tal vez, la última persona a la que Kennedy estrechó la mano, antes de caer abatido por los disparos de Sirhan Bishara Sirhan, si es que el entonces joven palestino de 23 años fue el único en disparar aquella noche. El chico Romero pensó siempre que, tal vez, si no hubiese intentado dar la mano a Kennedy, el seguro candidato a presidente en las elecciones de aquel año1968 no habría muerto. Era un disparate, pero fue la culpa que lo persiguió toda su vida. Esta es su historia, la de otra víctima, no fatal, de aquella noche trágica. Juan Romero nació en Mazatán, Sonora. Cuando tenía diez años, su familia emigró a Los Ángeles y se instaló en una barriada del Este de la ciudad, sacudida por la violencia y la delincuencia. En sus años de estudiante de la Roosevelt High School Romero vio nacer, sin participar, las primeras manifestaciones contra la discriminación de los estudiantes de origen mexicano.

 El padre de Romero no quiso que su chico se metiera en problemas: ni en los políticos, ni en los sociales en una zona en la que la delincuencia era común; trabajaba en el Hotel Ambassador y logró que Juan entrara como lavaplatos primero y como camarero poco después. Cada día, después de la escuela, Juan era un empleado más, uno de los más jóvenes, del lujoso hotel que había albergado en su momento seis entregas de premios Oscar y había escuchado cantar a leyendas como Frank Sinatra, Judy Garland, Marilyn Monroe, Sammy Davis, Barbra Straissand y Bing Crosby, entre otros. 

 Otra foto de Bobby en el suelo después de recibir cuatro disparos. Aquí se ve claramente el Rosario que le dejó Juan Romero (Reuters/archivo) Otra foto de Bobby en el suelo después de recibir cuatro disparos. Aquí se ve claramente el Rosario que le dejó Juan Romero (Reuters/archivo) Ese fue el hotel, base de campaña en Los Ángeles, que Robert Kennedy eligió para seguir paso a paso las primarias de California, que ganó por sólo tres puntos. Minutos antes de caer baleado en la cocina del hotel, Bobby dijo: “Ahora vamos a la convención de Chicago. Y vamos a ganar allí también”. En la cocina lo esperaba Romero, para estrecharle la mano.

 De nuevo. Lo había hecho el día anterior en la que, revelaría luego, fue una experiencia fantástica. Pese a su abstinencia política, el chico veía en la casa de sus amigos mexicanos del barrio del Este, retratos del asesinado presidente John Kennedy junto a los de su hermano; sabía que Bobby tenía a un estrecho colaborador en Los Ángeles, César Chávez, un líder hispano de los trabajadores rurales y los estudiantes mexicanos. Chávez había lanzado una huelga, exitosa, en favor de los recolectores de uvas y verduras: logró que el salario subiera a 1,75 dólares la hora. Chávez había lanzado un eslogan con el que terminaba sus discursos: “¡Viva la huelga! ¡Viva la causa!”. 

Las dos frases eran repetidas a menudo por Bobby, en un español champurreado y gracioso. Para conocer a Bobby Kennedy, Juan Romero sacrificó tiempo y dinero. Le cambió a un colega todas las propinas del día, quince dólares de 1968, y se comprometió a levantar todas sus mesas, a cambio de que le permitiera llevar al candidato cualquier cosa que pidiera al room service. El 3 de junio, Bobby Kennedy pidió la cena en su habitación, y allí fue Juan con el pedido. Años después, recordaría: “Cuando entré estaba hablando por teléfono. Bajó el auricular para decirnos: ‘Come on in, boys. Entren, chicos’. Te miraba diferente, te miraba con distinción. No vio ni mi edad, ni el color de mi piel. Me miraba como a un estadounidense. Me dio un fuerte apretón de manos y sonreía de modo muy especial. Salí de allí sintiendo que medía como tres metros”. 

 Juan Romero con los crucifijos que le enviaba la gente, agradecida por su gesto. El jamás lo vio así: siempre pensó que si no lo hubiese saludado, Kennedy se habría salvado de su asesino. Juan Romero con los crucifijos que le enviaba la gente, agradecida por su gesto. El jamás lo vio así: siempre pensó que si no lo hubiese saludado, Kennedy se habría salvado de su asesino. Bobby Kennedy sabía que lo iban a matar. Al menos, que iban a atentar contra su vida en algún momento. Primero, creía en el factor imitación: alguien iba a tratar de repetir la historia de su hermano presidente en Dallas. Pero después se convenció de los poderosos intereses que iban contra su candidatura, que ya era inevitable. La leyenda cuenta que la tarde del día en que fue baleado, mientras llegaban los resultados de la votación en California, Bobby dijo a los suyos: “Acabo de ver allí afuera a los tipos que me van a matar”. 

Tal vez haya sido una broma, pero se refería a tres agentes de la CIA, David Morales, Gordon Campbell y George Joannides, de la división Anti-Castro de la CIA en Miami. Días antes, el novelista francés Romain Gary le había dicho a Pierre Salinger, ex jefe de prensa de John Kennedy y que colaboraba ahora con Bobby: “A tu candidato lo van a matar”. Y hubo algo más. El día del crimen, en una charla informal entre periodistas, Jimmy Breslin, del “New York Daily News” y John Lindsay, de “Newsweek” mantuvieron un diálogo, breve y revelador, que quedó registrado. Breslin preguntó, y se preguntó, si Bobby tenía lo suficiente para llegar hasta el final. Y Lindsay le dijo: “Por supuesto que tiene lo necesario para llegar hasta el final.

 Pero no va a llegar hasta el final: alguien lo va a matar. Yo lo sé, ustedes lo saben, y es tan cierto como que estamos sentados aquí. Y él está allí afuera, esperando que lo maten”. Todo esto fue narrado por el historiador Richard Mahoney en un libro fundamental sobre los hermanos Kennedy: “Sons and Brothers”. Sin saber nada de esto, Juan Romero se atrincheró en la cocina del Ambassador a esperar que pasara Bobby en la noche del 4 al 5 de junio. La cocina del hotel era una ruta alternativa si es que el candidato no podía abandonar el hotel, o subir a sus habitaciones, por el hall central, repleto de gente. Alguien más conocía esa posibilidad: Sirhan, que, por la tarde del 4 de junio, preguntó si Kennedy podía optar por la cocina del hotel como camino a la salida del hotel o a su cuarto

 Y a Kennedy lo llevaron por la cocina del hotel, tal como estaba pensado, en los primeros minutos del 5 de junio. Allí lo esperaba Romero. “Vi que Bobby saludaba a todas las manos que tenía enfrente. Me propuse felicitarlo y ver si me recordaba. Estiré mi mano derecha lo más que pude y, cuando llegó a mí, estrecho mi mano, dio un paso y, cuando soltaba mi mano, escuché los disparos.” Los disparos fueron al menos trece. La pistola de Sirhan podía disparar solo ocho. Enigma para expertos, jamás develado. Kennedy cayó de espaldas, los brazos extendidos en cruz, quienes estaban a su alrededor buscaron refugio y Romero se quedó solito frente al senador caído. “Me arrodillé junto a él y puse mi mano entre el concreto y su cabeza para que estuviera cómodo. 

Vi que sus labios se movían, así que me acerqué y le escuché decir: ‘¿Está todo el mundo bien?’ Le dije ‘todo el mundo bien’. Él dijo ‘Todo va a ir bien’ Y sentí su sangre correr entre mis dedos. Así me di cuenta de que estaba herido, y grave. Yo tenía en el bolsillo de mi camisa un rosario que mi mamá me había regalado. Y pensé que él iba a necesitarlo más que yo. De modo que lo até alrededor de su mano derecha”. Rose Kennedy -la madre de Robert F. Kennedy- y Ethel Kennedy, la esposa del senador asesinado, dejan el altar de la Catedral de San Patricio en Nueva York tras la misa de Requiem en honor del difunto. Rose Kennedy -la madre de Robert F. Kennedy- y Ethel Kennedy, la esposa del senador asesinado, dejan el altar de la Catedral de San Patricio en Nueva York tras la misa de Requiem en honor del difunto. Todo fue registrado por las cámaras de dos fotógrafos, Boris Yaro, de “Los Ángeles Times” y Bill Eppridge, de “Life”. 

Segundos después, Romero fue apartado por una desesperada Ethel Kennedy, embarazada de su undécimo hijo, y por los primeros médicos que fueron pedidos de urgencia ante el mismo micrófono desde el que Kennedy había anunciado su victoria en California. El senador fue llevado inconsciente al Hospital Buen Samaritano. Murió veintiséis horas más tarde, a los 42 años. La historia de Juan Romero siguió caminos poco luminosos. Aquella madrugada declaró ante la policía del condado de Rampart, donde había ocurrido el asesinato. 

En la mañana, cuando subió a un bus que lo llevaría a Roosevelt High, notó sangre seca en sus manos, que no limpió hasta muchas horas después. Nunca pudo quitar de sí, la sombra de haber contribuido a la muerte de Bobby Kennedy, un trauma hondo en un chico de 17 años que la adultez no pudo superar. Empezó a recibir centenares de cartas, de todo tipo. Algunas lo felicitaban por su acción. Otras lo culpaban por la muerte de Kennedy. Le llegaron miles de crucifijos que intentaban reemplazar el rosario que había dejado en la mano de Bobby. Centenares de personas lo buscaban a diario en el hotel para fotografiarse con él. 

Dijo basta. Dejó Los Ángeles y se mudó a Wyoming donde hizo una vida nueva. Se casó, tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos varones. Romero, después de décadas, pudo visitar la tumba de Robert Kennedy en el cementerio de Arlington, en Washington Romero, después de décadas, pudo visitar la tumba de Robert Kennedy en el cementerio de Arlington, en Washington Terminó por regresar a California para instalarse en San José y dedicarse a la construcción y a la pavimentación de caminos. Entabló amistad con el periodista Rigo Chacón. Los dos visitaban en cada aniversario de la muerte de Kennedy, un parque céntrico donde se alza una estatua de Bobby. Romero solía dejar flores en ella porque era el escenario en el que Kennedy había hablado poco antes de su muerte, para decir a una multitud que la pobreza y el analfabetismo eran indecentes y que él veía cierta “erosión en la decencia nacional”. También fue amigo de Steve López, columnista de “Los Ángeles Times”, que fue quien escuchó la confesión de Romero: la sensación de culpa le había enturbiado la vida, lo había cercado y lo había dejado en cierto modo detenido en aquella noche de junio de 1968. 

Una nueva pareja, otro intento por rehacer su vida, le había abierto una hendija de aquella puerta cerrada. Recién a inicios del 2000, le dijo a López, pudo volver a ver las dramáticas fotos de Yaro y de Eppridge. “Fueron cincuenta años muy largos. Pero lo que vi en aquella foto, fue a un chico que ayudaba a alguien que lo necesitaba mucho y que en ese momento no tenía a nadie a su lado”. Romero dijo a su amigo periodista que no había sido un tipo perfecto, pero que había intentado vivir según los valores que Kennedy había defendido. Fue Steve López quien, en 2010, convenció a Romero para que, juntos, visitaran en el Cementerio Nacional de Arlignton, la tumba de Bobby Kennedy, no muy lejos de la de su hermano John. Romero, entonces, compró el primer traje de su vida y viajó a Arlington. “Sentí que necesitaba pedirle perdón por no haber podido evitar que lo balearan. Y allí, con mi traje nuevo, me sentí igual que el día que lo conocí. 

Orgulloso, como de tres metros”. Juan Romero poco antes de morir en 2018 en su casa de Modesto, California, sostiene la foto donde asiste al moribundo Kennedy. Juan Romero poco antes de morir en 2018 en su casa de Modesto, California, sostiene la foto donde asiste al moribundo Kennedy. Romero volvió varias veces a Arlington, para poner en paz a su pasado. María Shriver Kennedy, sobrina de Bobby ex primera dama de California, casada con Arnold Schwarzzeneger, dijo que siempre sintió mucha empatía por Romero, por lo difícil que le fue superar aquella noche. “Es difícil comprender por qué, alguien queda aferrado a algo para siempre. Para mí, su imagen será siempre la de una persona que intentó ayudar a otra”. Aunque nunca lo conoció en persona, deseó que Romero hubiera comprendido que había hecho algo humano en un momento trágico; esperaba que, finalmente, hubiera hallado paz. El Hotel Ambassador, escenario de esta historia, fue demolido en 2005.

 En su lugar, se alzan hoy las Robert F. Kennedy Schools. Juan Romero murió el 1 de octubre de 2018, por un ataque cardíaco. Tenía 68 años. Por Alberto Amato Ese chico que, con un grito silencioso eternizado en la foto, sostiene la cabeza baleada de Robert Kennedy, es Juan Romero. La noche del asesinato, el 5 de junio de 1968, hace hoy 53 años, Juan estaba por cumplir sus 18. Era camarero en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Era, también, un admirador de Bobby Kennedy por la defensa que el entonces senador por Nueva York y precandidato presidencial hacía de los inmigrantes hispanos en Estados Unidos. Y fue, tal vez, la última persona a la que Kennedy estrechó la mano, antes de caer abatido por los disparos de Sirhan Bishara Sirhan, si es que el entonces joven palestino de 23 años fue el único en disparar aquella noche. 

 El chico Romero pensó siempre que, tal vez, si no hubiese intentado dar la mano a Kennedy, el seguro candidato a presidente en las elecciones de aquel año1968 no habría muerto. Era un disparate, pero fue la culpa que lo persiguió toda su vida. Esta es su historia, la de otra víctima, no fatal, de aquella noche trágica. Juan Romero nació en Mazatán, Sonora. Cuando tenía diez años, su familia emigró a Los Ángeles y se instaló en una barriada del Este de la ciudad, sacudida por la violencia y la delincuencia. En sus años de estudiante de la Roosevelt High School Romero vio nacer, sin participar, las primeras manifestaciones contra la discriminación de los estudiantes de origen mexicano. El padre de Romero no quiso que su chico se metiera en problemas: ni en los políticos, ni en los sociales en una zona en la que la delincuencia era común; trabajaba en el Hotel Ambassador y logró que Juan entrara como lavaplatos primero y como camarero poco después. 

Cada día, después de la escuela, Juan era un empleado más, uno de los más jóvenes, del lujoso hotel que había albergado en su momento seis entregas de premios Oscar y había escuchado cantar a leyendas como Frank Sinatra, Judy Garland, Marilyn Monroe, Sammy Davis, Barbra Straissand y Bing Crosby, entre otros. Otra foto de Bobby en el suelo después de recibir cuatro disparos. Aquí se ve claramente el Rosario que le dejó Juan Romero (Reuters/archivo) Otra foto de Bobby en el suelo después de recibir cuatro disparos. Aquí se ve claramente el Rosario que le dejó Juan Romero 

Ese fue el hotel, base de campaña en Los Ángeles, que Robert Kennedy eligió para seguir paso a paso las primarias de California, que ganó por sólo tres puntos. Minutos antes de caer baleado en la cocina del hotel, Bobby dijo: “Ahora vamos a la convención de Chicago. Y vamos a ganar allí también”. En la cocina lo esperaba Romero, para estrecharle la mano. De nuevo. Lo había hecho el día anterior en la que, revelaría luego, fue una experiencia fantástica. Pese a su abstinencia política, el chico veía en la casa de sus amigos mexicanos del barrio del Este, retratos del asesinado presidente John Kennedy junto a los de su hermano; sabía que Bobby tenía a un estrecho colaborador en Los Ángeles, César Chávez, un líder hispano de los trabajadores rurales y los estudiantes mexicanos. 

Chávez había lanzado una huelga, exitosa, en favor de los recolectores de uvas y verduras: logró que el salario subiera a 1,75 dólares la hora. Chávez había lanzado un eslogan con el que terminaba sus discursos: “¡Viva la huelga! ¡Viva la causa!”. Las dos frases eran repetidas a menudo por Bobby, en un español champurreado y gracioso. Para conocer a Bobby Kennedy, Juan Romero sacrificó tiempo y dinero. Le cambió a un colega todas las propinas del día, quince dólares de 1968, y se comprometió a levantar todas sus mesas, a cambio de que le permitiera llevar al candidato cualquier cosa que pidiera al room service. El 3 de junio, Bobby Kennedy pidió la cena en su habitación, y allí fue Juan con el pedido. Años después, recordaría: “Cuando entré estaba hablando por teléfono. Bajó el auricular para decirnos: ‘Come on in, boys. Entren, chicos’.

 Te miraba diferente, te miraba con distinción. No vio ni mi edad, ni el color de mi piel. Me miraba como a un estadounidense. Me dio un fuerte apretón de manos y sonreía de modo muy especial. Salí de allí sintiendo que medía como tres metros”. Juan Romero con los crucifijos que le enviaba la gente, agradecida por su gesto. El jamás lo vio así: siempre pensó que si no lo hubiese saludado, Kennedy se habría salvado de su asesino. Juan Romero con los crucifijos que le enviaba la gente, agradecida por su gesto. El jamás lo vio así: siempre pensó que si no lo hubiese saludado, Kennedy se habría salvado de su asesino. Bobby Kennedy sabía que lo iban a matar. Al menos, que iban a atentar contra su vida en algún momento.

 Primero, creía en el factor imitación: alguien iba a tratar de repetir la historia de su hermano presidente en Dallas. Pero después se convenció de los poderosos intereses que iban contra su candidatura, que ya era inevitable. La leyenda cuenta que la tarde del día en que fue baleado, mientras llegaban los resultados de la votación en California, Bobby dijo a los suyos: “Acabo de ver allí afuera a los tipos que me van a matar”. Tal vez haya sido una broma, pero se refería a tres agentes de la CIA, David Morales, Gordon Campbell y George Joannides, de la división Anti-Castro de la CIA en Miami. Días antes, el novelista francés Romain Gary le había dicho a Pierre Salinger, ex jefe de prensa de John Kennedy y que colaboraba ahora con Bobby: “A tu candidato lo van a matar”. Y hubo algo más.

 El día del crimen, en una charla informal entre periodistas, Jimmy Breslin, del “New York Daily News” y John Lindsay, de “Newsweek” mantuvieron un diálogo, breve y revelador, que quedó registrado. Breslin preguntó, y se preguntó, si Bobby tenía lo suficiente para llegar hasta el final. Y Lindsay le dijo: “Por supuesto que tiene lo necesario para llegar hasta el final. Pero no va a llegar hasta el final: alguien lo va a matar. Yo lo sé, ustedes lo saben, y es tan cierto como que estamos sentados aquí. Y él está allí afuera, esperando que lo maten”. Todo esto fue narrado por el historiador Richard Mahoney en un libro fundamental sobre los hermanos Kennedy: “Sons and Brothers”. Sin saber nada de esto, Juan Romero se atrincheró en la cocina del Ambassador a esperar que pasara Bobby en la noche del 4 al 5 de junio. 

La cocina del hotel era una ruta alternativa si es que el candidato no podía abandonar el hotel, o subir a sus habitaciones, por el hall central, repleto de gente. Alguien más conocía esa posibilidad: Sirhan, que, por la tarde del 4 de junio, preguntó si Kennedy podía optar por la cocina del hotel como camino a la salida del hotel o a su cuarto. Sirhan Sirhan is llevado fuera del hotel Ambassador después de haber disparado contra Bobby Kennedy Sirhan Sirhan is llevado fuera del hotel Ambassador después de haber disparado contra Bobby Kennedy Y a Kennedy lo llevaron por la cocina del hotel, tal como estaba pensado, en los primeros minutos del 5 de junio. 

Allí lo esperaba Romero. “Vi que Bobby saludaba a todas las manos que tenía enfrente. Me propuse felicitarlo y ver si me recordaba. Estiré mi mano derecha lo más que pude y, cuando llegó a mí, estrecho mi mano, dio un paso y, cuando soltaba mi mano, escuché los disparos.” Los disparos fueron al menos trece. La pistola de Sirhan podía disparar solo ocho. Enigma para expertos, jamás develado. Kennedy cayó de espaldas, los brazos extendidos en cruz, quienes estaban a su alrededor buscaron refugio y Romero se quedó solito frente al senador caído. “Me arrodillé junto a él y puse mi mano entre el concreto y su cabeza para que estuviera cómodo. Vi que sus labios se movían, así que me acerqué y le escuché decir: ‘¿Está todo el mundo bien?’ Le dije ‘todo el mundo bien’. Él dijo ‘Todo va a ir bien’ Y sentí su sangre correr entre mis dedos. Así me di cuenta de que estaba herido, y grave. Yo tenía en el bolsillo de mi camisa un rosario que mi mamá me había regalado. 

Y pensé que él iba a necesitarlo más que yo. De modo que lo até alrededor de su mano derecha”. Todo fue registrado por las cámaras de dos fotógrafos, Boris Yaro, de “Los Ángeles Times” y Bill Eppridge, de “Life”. Segundos después, Romero fue apartado por una desesperada Ethel Kennedy, embarazada de su undécimo hijo, y por los primeros médicos que fueron pedidos de urgencia ante el mismo micrófono desde el que Kennedy había anunciado su victoria en California. El senador fue llevado inconsciente al Hospital Buen Samaritano. Murió veintiséis horas más tarde, a los 42 años. La historia de Juan Romero siguió caminos poco luminosos. Aquella madrugada declaró ante la policía del condado de Rampart, donde había ocurrido el asesinato. 

En la mañana, cuando subió a un bus que lo llevaría a Roosevelt High, notó sangre seca en sus manos, que no limpió hasta muchas horas después. Nunca pudo quitar de sí, la sombra de haber contribuido a la muerte de Bobby Kennedy, un trauma hondo en un chico de 17 años que la adultez no pudo superar. Empezó a recibir centenares de cartas, de todo tipo. Algunas lo felicitaban por su acción. Otras lo culpaban por la muerte de Kennedy. Le llegaron miles de crucifijos que intentaban reemplazar el rosario que había dejado en la mano de Bobby. Centenares de personas lo buscaban a diario en el hotel para fotografiarse con él. Dijo basta. Dejó Los Ángeles y se mudó a Wyoming donde hizo una vida nueva. Se casó, tuvo cinco hijos, tres mujeres y dos varones. Terminó por regresar a California para instalarse en San José y dedicarse a la construcción y a la pavimentación de caminos. Entabló amistad con el periodista Rigo Chacón. 

Los dos visitaban en cada aniversario de la muerte de Kennedy, un parque céntrico donde se alza una estatua de Bobby. Romero solía dejar flores en ella porque era el escenario en el que Kennedy había hablado poco antes de su muerte, para decir a una multitud que la pobreza y el analfabetismo eran indecentes y que él veía cierta “erosión en la decencia nacional”. También fue amigo de Steve López, columnista de “Los Ángeles Times”, que fue quien escuchó la confesión de Romero: la sensación de culpa le había enturbiado la vida, lo había cercado y lo había dejado en cierto modo detenido en aquella noche de junio de 1968. Una nueva pareja, otro intento por rehacer su vida, le había abierto una hendija de aquella puerta cerrada. Recién a inicios del 2000, le dijo a López, pudo volver a ver las dramáticas fotos de Yaro y de Eppridge. 

“Fueron cincuenta años muy largos. Pero lo que vi en aquella foto, fue a un chico que ayudaba a alguien que lo necesitaba mucho y que en ese momento no tenía a nadie a su lado”. Romero dijo a su amigo periodista que no había sido un tipo perfecto, pero que había intentado vivir según los valores que Kennedy había defendido. Fue Steve López quien, en 2010, convenció a Romero para que, juntos, visitaran en el Cementerio Nacional de Arlignton, la tumba de Bobby Kennedy, no muy lejos de la de su hermano John. Romero, entonces, compró el primer traje de su vida y viajó a Arlington. “Sentí que necesitaba pedirle perdón por no haber podido evitar que lo balearan. 

Y allí, con mi traje nuevo, me sentí igual que el día que lo conocí. Orgulloso, como de tres metros”. Romero volvió varias veces a Arlington, para poner en paz a su pasado. María Shriver Kennedy, sobrina de Bobby ex primera dama de California, casada con Arnold Schwarzzeneger, dijo que siempre sintió mucha empatía por Romero, por lo difícil que le fue superar aquella noche. “Es difícil comprender por qué, alguien queda aferrado a algo para siempre. Para mí, su imagen será siempre la de una persona que intentó ayudar a otra”. Aunque nunca lo conoció en persona, deseó que Romero hubiera comprendido que había hecho algo humano en un momento trágico; esperaba que, finalmente, hubiera hallado paz. El Hotel Ambassador, escenario de esta historia, fue demolido en 2005. En su lugar, se alzan hoy las Robert F. Kennedy Schools. Juan Romero murió el 1 de octubre de 2018, por un ataque cardíaco. Tenía 68 años.

lunes, 24 de mayo de 2021

“Hipnotizado para matar” o un lobo solitario: la historia secreta del asesino de Robert Kennedy y los misterios del crimen

 

Condenado a perpetua, Sirhan Bishara Sirhan, un palestino cristiano, tiene hoy 77 años. Cuando disparó las balas que mataron al joven senador, gritó: “Lo hice por mi país”. Aseguró que lo había asesinado por la simpatía que Bob tenía por Israel. Después negó todo y dijo haber actuado bajo hipnosis. A 53 años del crimen, persisten las dudas sobre los verdaderos autores de los disparos
En el Establecimiento Penitenciario Richard J. Donovan, en el condado de San Diego, California, su último domicilio conocido, languidece, acaso hasta su muerte, Sirhan Bishara Sirhan. En el amanecer del 5 de junio de 1968, en la cocina del famoso Hotel Ambassador de Los Ángeles, que ya fue demolido, Sirhan disparó su revolver Iver Johnson Cadet, calibre 22 contra el senador demócrata por New York Robert Francis Kennedy, que acababa de ganar las elecciones internas de California y marchaba raudo hacia su candidatura a presidente para las elecciones de noviembre de ese año. Kennedy recibió cuatro balazos.

 Uno en la cabeza, detrás de la oreja derecha. Murió en la mañana del 6 de junio. Tenía 42 años y once hijos. Tratándose de un Kennedy, y de su asesinato a balazos, nada es claro. Y las teorías conspirativas, siempre tan atractivas, sobre todo porque rozan la realidad de manera sorprendente, perviven a pronto cincuenta y tres años de su muerte. Que Sirhan haya disparado, un hecho que no admite réplica, no quiere decir que sus balas hayan matado a Bobby Kennedy. Como en el asesinato de John, el hermano presidente de Robert quien había sido su mano derecha, hombre de confianza y consultor, abundan las hipótesis de más de un tirador; las balas disparadas por el arma asesina no coinciden con los disparos que se escucharon, se grabaron y se contaron esa noche trágica, la destrucción de pruebas y evidencias por parte de quienes debían resguardarlas y protegerlas y la sombra persistente de un crimen de Estado, remiten a dos crímenes calcados, idénticos. Sirhan Sirhan is led away from the Ambassador Hotel after shooting Robert F. Kennedy Sirhan Sirhan is led away from the Ambassador Hotel after shooting Robert F. Kennedy Los bandos que dividen aguas, también son un calco: un lado cree que las muertes de John y Bobby fueron obra de asesinos solitarios y el otro lado abunda en teorías y evidencias que denotan la trama de un complot posible, creíble y hasta confiable, pero nunca revelado. Quienes podían hacerlo se llevaron sus secretos a sus tumbas.

 Y todo indica que Sirhan hará lo mismo. Al asesino del presidente, Lee Oswald, lo mató un gánster, Jack Ruby, dueño de un club nocturno de Texas y de intenso contacto con la policía de Dallas, la ciudad del magnicidio. Y lo hizo en los sótanos del departamento policial y delante de decenas de policías y periodistas. De Sirhan se sabe poco y nada. Tenía 23 años cuando disparó contra Kennedy. Fue juzgado y condenado a morir en la cámara de gas en 1969. Pero California abolió la pena capital en 1972 y la pena le fue conmutada por la de cadena perpetua. El pasado 19 de marzo cumplió 77 años, cincuenta y cuatro los pasó en prisión. Dice que no recuerda nada. Nació en Jerusalén, de padres palestinos y de origen jordano, es un cristiano que buscó con afán una iglesia que pudiera contener sus ansias de fe y acaso de esperanza. Cambió varias veces de comunidad religiosa y, ya como adulto joven, adhirió a la Bautista primero, luego a la Adventista del Séptimo Día y también incursionó en el ocultismo. No vaya a ser cosa. Cuando tenía 12 años, su familia emigró a los Estados Unidos y, después de una estada breve en Nueva York, se afincó finalmente en California. Fue un estudiante más de la entonces Eliot Junior High School, que hoy es la High School Charles W. Eliot, de Altadena. 

Pasó por la John Muir High School y por el Pasadena City College. En algún momento de su joven vida, antes de dispararle a Kennedy, abrazó el antisemitismo, el antiamericanismo y el nacionalismo palestino. No es un dato menor. El origen árabe de Sirhan lo ubicó, post facto, como el primer terrorista árabe en actuar en Estados Unidos, un sentimiento que creció luego del ataque de Al Qaeda a las Torres Gemelas en setiembre de 2001. Desde su detención la noche del crimen, Sirhan fue investigado por posibles conexiones con los entonces activos grupos terroristas árabes. No hallaron nada.

  Lo que sostienen los teóricos de la conspiración contra Bobby Kennedy, afirman, con razón, que existen evidencias balísticas, testimonios valiosos tomados en la escena del crimen, pruebas alteradas o destruidas que invitan a la sospecha. Pero también afirman que Sirhan no tenía motivo alguno para matar, o para disparar, al senador Kennedy. Eso tampoco es verdad. Desde chico, Sirhan recibió de sus maestros árabes los rudimentos básicos y elementales, teóricos y prácticos, que signaban la causa palestina, con abundantes referencias al gran guerrero árabe Saladino, que expulsó a los cruzados de Jerusalén.

 Durante el juicio que lo condenó a muerte, su madre, Mary Shirán, describió cómo los intensos sentimientos de justicia palestinos siguieron latentes en su familia, aún cuando ya vivían en Estados Unidos y lejos del escenario del conflicto que recrudeció en estos días del siglo XXI. Mary contó cómo su familia había vivido en Jerusalén durante “miles de años” y habló del odio hacia los israelíes que se habían “apoderado de nuestra tierra”. John Strathman, un amigo de Sirhan de sus años de estudiante, dijo que el joven árabe estaba muy influenciado por las opiniones de su madre. Y su madre dijo en el juicio que su hijo había matado a Robert Kennedy debido a su acendrado nacionalismo árabe. “Lo que hizo -dijo- lo hizo por su país.” Eso es lo que le oyeron gritar a Sirhan segundos después de dispararle a Kennedy en la cocina del Hotel Ambassador.

 “Lo hice por mi país”. Sirhan sabía que el atentado, el asesinato si fue el único tirador, era un golpe propagandístico extraordinario. Así lo describió la Comisión Nacional sobre las Causas y Prevención de la Violencia, en 1969. Si Sirhan intentó promover la causa palestina con la muerte de Kennedy, lo consiguió. Los expertos lo definieron como un “terrorista no afiliado”, un lobo solitario en la jerga de los servicios de inteligencia. Antes de que los años de encierro trazaran una nube de niebla en su memoria, o al menos la nube de niebla que dice tener hoy, Sirhan admitió el 3 de marzo de 1969, ante el tribunal que lo juzgaba en Calilfornia, que había asesinado al senador por las simpatías de Robert Kennedy hacia el estado de Israel. Robert Kennedy en el Hotel Ambassador durante su discurso de agradecimiento por la victoria en las primarias demócratas en California 

 Robert Kennedy en el Hotel Ambassador durante su discurso de agradecimiento por la victoria en las primarias demócratas en California (AP Foto/Dick Strobel, archivo) Las investigaciones de la policía de California y del FBI no pudieron hallar pruebas, y las buscaron, de que Sirhan haya tenido conexiones con la Organización para la Liberación de Palestina, OLP. Ni hay evidencias de que alguien le haya pagado para disparar a Kennedy, no hubo transacciones que indiquen que Sirhan, sus hermanos o algún otro miembro de su familia hayan recibido grandes sumas de dinero. La OLP fue fundada en mayo de 1964 y, cuatro años después, no tenía al parecer logística, ni proyectos, de exportar sus atentados, sus acciones militares, es una organización política y para militar, fuera de los territorios en conflicto.

 Un lobo solitario. ¿Qué tan solitario? Con los años, Sirhan se desdijo de todo cuanto había admitido en el juicio y surgió la idea, un poco disparatada y mucho alimentada por el preso y sus abogados, de que había sido apenas un engranaje del “Plan MK-Ultra” de la CIA, destinado a preparar “asesinos robot”, hipnotizados, capaces de realizar una acción determinada al escuchar una palabra, una orden, una música, un ruido. Es otra coincidencia con Oswald, el asesino del Kennedy presidente, de quien también se dijo que había disparado bajo los efectos de la hipnosis.

 La ciencia no tiene evidencias de que alguien en proceso hipnótico larvado, pueda realizar, a distancia y en el tiempo, una acción determinada. Nunca se sabe. (Original Caption) Robert Kennedy and brother Senator Kennedy in a huddle during testimony of the two reports at a Senate Labor Committee. (Original Caption) Robert Kennedy and brother Senator Kennedy in a huddle during testimony of the two reports at a Senate Labor Committee. Lo que ocurre con el asesinato de Robert Kennedy es que hay evidencias que no coinciden con la realidad. Todo sucedió en pocos segundos. Sonriente por el triunfo en California, Kennedy dijo a sus seguidores “Ahora, vamos a ganar en Chicago”, acomodó el pelo sobre la frente con un gesto heredado casi de su hermano, y se retiró del atril donde había dado su mensaje triunfal. Atravesar el salón en medio de tantos seguidores era una misión imposible, así que tomó una programada ruta alternativa, por la cocina del hotel, esas antiguas dependencias, levemente majestuosas, separadas de los salones principales por unas puertas vaivén con ojos de buey en la parte superior. 

 Ya en la cocina, Kennedy saludó a algunas personas. Y de pronto recibió cuatro disparos. Según el informe de la autopsia, uno le atravesó la hombrera derecha del saco, sin herirlo; otros dos dieron en la axila derecha y otro, el fatal, en la cabeza, unos centímetros detrás de la oreja derecha, y quedó alojado en el cerebro. Un quinto disparo rozó la frente de Paul Schrade, amigo personal de Kennedy y director regional del sindicato United Auto Workers: no lo mató de milagro. Otras cuatro personas fueron heridas por más disparos, de manera que hay en el aire de la cocina del hotel Ambassador nueve disparos: cuatro le dan a Kennedy, otros cuatro hieren a otras personas y uno más roza la frente de Schrade. 

La pistola de Shiran sólo podía disparar ocho proyectiles. Sirhan B. Sirhan (R) and his attorney Russell E. Parsons are photographed as they leave the courtroom following the hearing, postponed until July 19th when it was learned a court appointed psychiatrist refused to examine the defendant. Sirhan is accused of the murder of Robert. F. Kennedy. (Original Caption) Los Angeles, Calif.: Sirhan B. Sirhan (R) and his attorney Russell E. Parsons are photographed as they leave the courtroom following the hearing, postponed until July 19th when it was learned a court appointed psychiatrist refused to examine the defendant. Sirhan is accused of the murder of Robert. F. Kennedy. 

Otra “bala mágica”, como en el asesinato del Kennedy presidente: la policía determinó que la que había atravesado la hombrera del traje de Kennedy era la que había dado en Schrade, que refutó la hipótesis con datos periciales: para que la bala de la hombrera le hubiese dado en la frente, Schrade debió haber medido 2.70 metros o tener la cabeza apoyada en el hombro de Kennedy. El agente del FBI William Bailey hallo luego otros dos vainas de bala en la escena del crimen, con lo que los disparos ya suman once, por lo menos.

 Otro valioso testimonio tiró abajo esa supuesta evidencia. Sirhan fue atrapado por el maitre del hotel, Karl Uecker, que era quien guiaba a Kennedy a través de la cocina. Uecker dijo que ni bien vio a Sirhan hacer los dos primeros disparos, lo tomó de la mano y la empujó hacia una mesa de vapor hirviendo, el asesino no dejó de disparar, pero, según Uecker, no hubo manera de que volviera a apuntar a su víctima. (Original Caption) Members of the Kennedy family placed flowers and prayed at the grave of Robert F. Kennedy on the seventh anniversary of the assassination of the former New York Senator. Kennedy was shot on June 5, 1968 and died the next day. In center is his widow, Ethel. At right is Senator Edward Kennedy, (D-Mass,), and his wife Joan. The children are members of the two families. 

La historia de los ocho proyectiles tampoco acierta con el documento sonoro del crimen, también hay un documento sonoro del crimen de Dallas. Es una grabación que hizo el periodista polaco Stanislaw Pruszynski, que seguía el día a día de la campaña electoral de Bobby Kennedy. El forense Philip Van Praag afirmó que en la cinta se escuchan trece disparos. Primero, se oyen dos; luego hay una pausa de un segundo y medio, que el experto adjudica al momento en que el maitre apresa la mano de Sirhahn, y luego se escuchan el resto de los disparos. 

Van Praag sostuvo que entre los disparos tres y cuatro, y entre el séptimo y el octavo, no existe tiempo suficiente como para que hayan sido hechos por la misma pistola. Por el contrario, cree que son disparos simultáneos hechos desde puntos diferentes de la cocina del hotel. El perito identifica a otros cinco disparos como de “una frecuencia anómala” que indica que provenían de otra arma ubicada en dirección opuesta a la de Sirhan. Robert F. Kennedy en el Hotel Ambassador en Los Angeles el 5 de junio de 1968 instantes antes de ingresar a la cocina donde sería baleado a muerte Robert F. Kennedy en el Hotel Ambassador en Los Angeles el 5 de junio de 1968 instantes antes de ingresar a la cocina donde sería baleado a muerte  A Sirhan lo vieron de frente a Kennedy, no a su espalda, como indica la trayectoria del balazo mortal. ¿Cómo puede alguien, de frente, herir a otra persona en la nuca? La respuesta, si es verdad, la dieron, el propio Sirhan y un detective privado, Michael McCowan, que ayudó a los defensores de Sirhan antes del juicio. 

Contó el detective que, en sus charlas, Sirhan le había revelado que sus ojos se habían cruzado con los de Kennedy segundos antes de los disparos. “¿Por qué no le disparaste a los ojos?”, quiso saber McCowan. Y Sirhan contestó: “Porque ese hijo de puta giró la cabeza en el último segundo”. Schrade pidió en 1988 que la policía desclasificara todos los documentos relacionados con el asesinato de Kennedy, para descubrir que gran parte, sino todas, de las pruebas balísticas habían sido destruidas. En 2011, los abogados de Sirhan, que cada tanto pide su libertad condicional que le fue negada en trece oportunidades, presentaron nuevas pruebas relacionadas con la grabación de los disparos hechas por el periodista polaco Pruszynski, a la que agregaron una certificación médica que aseguraba que Sirhan había perdido toda su memoria relacionada con la mañana del día del crimen, hasta cuatro días más tarde. Prueba suficiente, sostenían, de un estado hipnótico al que estuvo sometido. 

En enero de 2015 la justicia desestimó las pruebas y el pedido de libertad condicional que las acompañaba.. Robert Francis Kennedy Jr, hijo de Bobby, tenía 14 años cuando mataron a su padre. Hoy es un abogado prestigioso de 67 años y, en plena pandemia de Covid es también un entusiasta activista antivacunas: piensa que hay una estrecha relación entre las vacunas y el autismo, una hipótesis desacreditada por la evidencia científica. También él cree que aquella noche hubo un segundo tirador en el Hotel Ambassador. Reveló al Washington Post que había hecho su propia investigación del caso y dijo estar convencido de la existencia de otro asesino en la escena del crimen. Pidió la reapertura del caso. También reveló que, en diciembre de 2017, había visitado a Sirhan en el Centro Correccional Donovan, de San Diego. “Tenía que ver a Sirhan y fui porque tenía curiosidad y estaba perturbado por lo que había averiguado en mi investigación”. 

Robert Kennedy Jr. no reveló un solo detalle de su charla de tres horas con el hombre que le disparó a su padre. “Me molestaba -dijo- que. Por la muerte de mi padre, pudieran tener condenada a la persona equivocada. Mi padre fue el principal agente de la ley en este país. Y le hubiera molestado que alguien estuviese encarcelado por un crimen que no cometió.” En la celda en la que languidece, Sirhan Bishara Sirhan vive sin haberse arrepentido de haber disparado contra Bobby Kennedy. Si lo que cuenta es verdad, fue él quien le dio el balazo en la nuca, cuando el senador giró la cabeza “en el último segundo”. El misterio de los disparos que sobran y de la bala con la trayectoria extraña, es eso, otro misterio sin resolver.

La muerte de Bobby Kennedy, clausuró la lista de magnicidios en Estados Unidos, excepto el intento de asesinato contra Ronald Reagan de marzo de 1981. Las elecciones de ese 1968 en las que Bobby Kennedy era un candidato seguro de los demócratas y un rival de peligro para los republicanos, fueron ganadas por Richard Nixon. El asesinato de los hermanos Kennedy, con menos de cinco años de diferencia entre uno y otro, terminó con una dinastía política que ya no volvió a aspirar a cargos públicos de importancia. Los dos crímenes Kennedy tienen más puntos en común que misterios resueltos. EL 22 de noviembre de 1963, en Forth Worth, Texas, y rumbo a Dallas, John Kennedy dijo a sus custodios del Servicio Secreto: “Anoche habría sido fácil matarme. Cualquiera con un rifle con mira telescópica, podría haberme dado en la cabeza”. Horas después, con la cabeza destrozada por un disparo, yacía en una camilla del Parkland Hospital, de Dallas. En la noche del 4 de junio de 1968, horas antes de ser asesinado, Bobby Kennedy dijo a un grupo reducido de íntimos que seguían su campaña: “Allí afuera acabo de ver al tipo que me va a matar”.

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