por Jorge Martínez
Doce años después de la salida de la convertibilidad, la Argentina padece otra vez el azote de la inflación y sus nefastas secuelas: menor poder adquisitivo, más pobreza y mayor conflictividad sindical. La misma vieja historia del fracaso nacional, reactualizada ahora para uso de las nuevas generaciones.
Y pensar que al comienzo del ciclo kirchnerista hubo políticos y economistas que sugerían las bondades de permitirnos "un poco de inflación". Eran personas formadas y no podían desconocer que con esa propuesta estaban abriendo la caja de Pandora económica. Sin embargo, la abrieron y ahora ya no saben cómo cerrarla. O mejor dicho: no se animan a cerrarla.
Porque la plaga inflacionaria no se agota en sus efectos inmediatos. Se trata de un bacilo tan pernicioso que obliga a aplicar curas radicales y, por lo tanto, impopulares. El kirchnerismo en retirada lo sabe y por eso de aquí a 2015 sólo se limitará a combatir el mal con aspirinas. El tratamiento de fondo quedará para el nuevo gobierno.
La cura verdadera deberá pasar por la reducción del gasto público desbordado, para así limitar la emisión monetaria que es la causa técnica de la inflación. Por lo tanto tendrán que desaparecer subsidios, dádivas y programas del estilo "Fútbol para Todos". Habrá tal vez que reprivatizar empresas estatizadas en los últimos once años. Y acaso reducir la cantidad de empleados en todos los niveles de la administración pública.
El nuevo gobierno empezará así de la peor manera. Desde el inicio deberá pagar el enorme costo político de hacer un ajuste impopular, que a su vez sólo producirá resultados con el paso del tiempo. La fórmula inversa del manual kirchnerista de supervivencia política, que consistió en no pagar jamás un costo y postergar hasta el infinito la solución verdadera de los problemas económicos.
Los próximos gobernantes serán vulnerables a la crítica fácil y demagógica. Se los tachará de insensibles, inhumanos y, máximo insulto, "neoliberales". Por todo el país brotarán carpas blancas de protesta docente. Los jubilados desfilarán por las calles y los sindicatos estatales entrarán en estado de guerra permanente.
Para colmo, el nuevo gobierno tomará como bandera la veracidad de sus estadísticas. Sus números empezarán a reflejar entonces un genuino descenso de la inflación, pero al mismo tiempo registrarán un aumento transitorio del desempleo y de la pobreza en ciertos sectores, que no tratará de negar. Ese encomiable afán por la verdad, lejos de beneficiarlo, agravará su impopularidad.
A todo esto la izquierda intelectual y periodística, que lleva más de una década hibernando, recobrará sus viejos bríos. Será la hora de jugar a su juego favorito. Sus diarios publicarán denuncias estruendosas. Abundarán los casos de corrupción, narcotráfico y frivolidad del poder. Grandes plumas firmarán manifiestos indignados aquí y en medio mundo. Proliferarán las obras de teatro incendiarias y las emotivas películas contra el "ajuste". La TV no podrá quedarse atrás: sus tiras diarias dejarán el costumbrismo inofensivo y apostarán por narrar el crudo drama social.
¿Suena conocido? Sin dudas. La cíclica maldición inflacionaria parece llevar al país de vuelta a 1989 o, mejor, a 1991. El círculo se cierra. Después de todo, la década ganada no habrá sido más que un cuarto de siglo perdido.
Y pensar que al comienzo del ciclo kirchnerista hubo políticos y economistas que sugerían las bondades de permitirnos "un poco de inflación". Eran personas formadas y no podían desconocer que con esa propuesta estaban abriendo la caja de Pandora económica. Sin embargo, la abrieron y ahora ya no saben cómo cerrarla. O mejor dicho: no se animan a cerrarla.
Porque la plaga inflacionaria no se agota en sus efectos inmediatos. Se trata de un bacilo tan pernicioso que obliga a aplicar curas radicales y, por lo tanto, impopulares. El kirchnerismo en retirada lo sabe y por eso de aquí a 2015 sólo se limitará a combatir el mal con aspirinas. El tratamiento de fondo quedará para el nuevo gobierno.
La cura verdadera deberá pasar por la reducción del gasto público desbordado, para así limitar la emisión monetaria que es la causa técnica de la inflación. Por lo tanto tendrán que desaparecer subsidios, dádivas y programas del estilo "Fútbol para Todos". Habrá tal vez que reprivatizar empresas estatizadas en los últimos once años. Y acaso reducir la cantidad de empleados en todos los niveles de la administración pública.
El nuevo gobierno empezará así de la peor manera. Desde el inicio deberá pagar el enorme costo político de hacer un ajuste impopular, que a su vez sólo producirá resultados con el paso del tiempo. La fórmula inversa del manual kirchnerista de supervivencia política, que consistió en no pagar jamás un costo y postergar hasta el infinito la solución verdadera de los problemas económicos.
Los próximos gobernantes serán vulnerables a la crítica fácil y demagógica. Se los tachará de insensibles, inhumanos y, máximo insulto, "neoliberales". Por todo el país brotarán carpas blancas de protesta docente. Los jubilados desfilarán por las calles y los sindicatos estatales entrarán en estado de guerra permanente.
Para colmo, el nuevo gobierno tomará como bandera la veracidad de sus estadísticas. Sus números empezarán a reflejar entonces un genuino descenso de la inflación, pero al mismo tiempo registrarán un aumento transitorio del desempleo y de la pobreza en ciertos sectores, que no tratará de negar. Ese encomiable afán por la verdad, lejos de beneficiarlo, agravará su impopularidad.
A todo esto la izquierda intelectual y periodística, que lleva más de una década hibernando, recobrará sus viejos bríos. Será la hora de jugar a su juego favorito. Sus diarios publicarán denuncias estruendosas. Abundarán los casos de corrupción, narcotráfico y frivolidad del poder. Grandes plumas firmarán manifiestos indignados aquí y en medio mundo. Proliferarán las obras de teatro incendiarias y las emotivas películas contra el "ajuste". La TV no podrá quedarse atrás: sus tiras diarias dejarán el costumbrismo inofensivo y apostarán por narrar el crudo drama social.
¿Suena conocido? Sin dudas. La cíclica maldición inflacionaria parece llevar al país de vuelta a 1989 o, mejor, a 1991. El círculo se cierra. Después de todo, la década ganada no habrá sido más que un cuarto de siglo perdido.