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domingo, 13 de junio de 2021

Las horas finales de la guerra de Malvinas: batallas sangrientas, caos, heroísmo y una orden imposible: “¡Contraataquen!”

 

El combate que definió la suerte del conflicto del Atlántico Sur duró tres días. En ese lapso, la desorganización se apoderó de la mayor parte de los regimientos que defendían -con más valor que medios- Puerto Argentino. La última e insólita comunicación entre Galtieri y Menéndez y la rendición inevitable
Por Marcelo Larraquy 13 de Junio de 2021 Periodista e historiador (UBA) 

 En la noche del 13 de junio de 1982, cada soldado trataba de salir de la guerra como podía. Llevaban dos días de combate. Explosiones constantes, tiros, el avance de la infantería, bengalas, millones de balas que se cruzaban, soldados heridos arrastrándose, buscando protección detrás de una roca. La guerra era la guerra. Pero ya sin organización, sin instrucciones, sin jefes, sin nadie que dijera adónde debían ir. Los ingleses avanzaban sobre todas las posiciones argentinas; bombardeos, cañonazos de artillería, y en el desbande, el “fuego amigo” se cruzaba entre los soldados que bajaban corriendo y los que seguían con un FAL disparando en la noche, desde la última línea de defensa, en Moody Brook. Monte Longdon ya se había perdido. 

 Un capitán, que manejaba la logística del Regimiento de Infantería 7, de esos oficiales que antes del combate obligaban a los soldados a ponerse los borceguíes y les negaban la comida, ya había escapado hacia Puerto Argentino. Todavía se mantenía en pie la carpa de las provisiones, en la que se recibían pedidos de ayuda. Desde afuera, en medio del tableteo de las ametralladoras, la radio se escuchaba nítida, desesperada, al rojo vivo. ¡Manden refuerzos... tenemos heridos! Tenía todos los micrófonos colgando. Adentro no había nadie. (…) Tres días antes Según el alto mando británico, Puerto Argentino, desde la primera a la última línea de defensa, contaba con nueve mil hombres. Alrededor de cinco mil estaban desplegados en distintas posiciones del cordón montañoso.

 Para un ataque sobre posiciones fijas suele calcularse una relación de tres a uno. En distintas colinas se excedía esa proporción. En monte Longdon se mantuvo. El ataque sobre esa colina, ubicada a catorce kilómetros de Puerto Argentino, estaba preparado para la noche, cuando las tropas argentinas eran más vulnerables por falta de visores nocturnos. Como había sucedido en (la batalla de Puerto) Darwin. El plan era atacar sin interrupciones, atravesar todas las posiciones argentinas, forzar su repliegue y llegar hasta Wireless Ridge esa misma noche. Las distancias no eran muy largas. 

Los montes Tumbledown, Sapper Hill y Guillermo estaban defendidos por ochocientos marinos del Batallón de Infantería de Marina 5, con apoyo de doscientos soldados de dos compañías adscriptas, los Regimientos de Infantería 3 y 6. Estas fuerzas se enfrentarían contra cerca de diez mil soldados británicos, entre ellos, los regimientos de las guardias escocesa, galesa y nepalesa (gurkhas). Los comandos 45 y 42 atacaron Dos Hermanas y el monte Harriet. Los Para 2 y Para 3, desde distintas posiciones, avanzaron sobre monte Longdon, defendido por el Regimiento de Infantería 7, comandado por el subteniente Juan Domingo Baldini.

 Cada soldado inglés dispuesto para el ataque cargaba un peso de casi cincuenta kilos sobre su espalda. Pasadas las nueve de la noche del 11 de junio, cuando ya llevaban más de una hora de marcha hacia Longdon, el cabo Brian Milne ingresó en un campo minado, a seiscientos metros de la primera línea enemiga. Perdió una pierna. Para las tropas argentinas fue el alerta de que los ingleses ya estaban encima. En ese momento, la niebla no les permitía una visión mayor de siete metros. Baldini, en su carpa, estaba sintonizando Radio Colonia, que transmitía la repetición de la misa del papa Juan Pablo II en Luján. 

El radar terrestre había sido apagado. Cada vez que se encendía recibía proyectiles. A partir de la explosión de la mina, Longdon se transformó en campo de batalla. Se inició el fuego naval, de artillería y de misiles antitanque; las fuerzas argentinas respondieron con granadas, ametralladoras y morteros. Aun cuando las diferencias de tropa y de poderío armado eran considerables, los soldados argentinos intentaron no desprenderse de sus colinas. Cuando perdían una posición, contraatacaban. Ocurrió durante la madrugada del 12 de junio en todas las alturas, en especial en Tumbledown y en Longdon. Con el transcurso de las horas, las distancias del enfrentamiento se fueron reduciendo. Se combatía con granadas, fusiles, bayonetas. 

Hasta que llegaron al cuerpo a cuerpo. Abajo, sobre la ladera de Wireless Ridge, el Regimiento de Infantería 7 recibía el apoyo de fuego de los morteros de las compañías A y B y de la Compañía Comando. Un observador adelantado daba la información sobre la posición enemiga y se ordenaba el fuego. El alcance de la artillería inglesa era de 17 kilómetros. El de la argentina, 10,5. Para la mayoría de los soldados, la del 11 de junio fue la primera acción de guerra de sus vidas. A poco de iniciarla, se revelaron las deficiencias materiales. La base de los morteros se hundía, impedía la continuidad de tiro y enseguida llegaba la réplica británica, con detectores de calor que permitían señalizar la posición de los morteros argentinos. La guerra, para muchos de los que estuvieron en el pozo a la espera del enemigo, duró apenas algunos disparos, y luego debieron replegarse frente a la avalancha del fuego inglés, en medio de explosiones constantes.

 Las posiciones argentinas en las colinas y las laderas soportaron seis mil disparos de artillería esa sola noche. Con la presión de los misiles antitanque, la artillería y el avance de la infantería, la situación se volvió insostenible en las alturas. Se fueron perdiendo. Baldini intentó recuperar monte Longdon con un grupo de soldados. Uno de ellos, Flores, que salió con su arma, recibió varios impactos. Lo hirieron. Baldini salió de su posición para auxiliarlo. Lo mataron. En la madrugada, el Regimiento 7 de Infantería había perdido a su jefe. El teniente Néstor Quiroga asumió el mando y continuó la orden de contraataque y el frente de combate se estabilizó por unas horas. Pero, al amanecer, los soldados fueron quedando encerrados entre los regimientos británicos, sin posibilidad de retroceder. La lucha fue hombre a hombre. Algunos soldados, que permanecieron guarecidos, fueron buscados directamente en sus pozos; los tomaron prisioneros; otros fueron ejecutados o ultimados con un bayonetazo en el ojo.

 A las seis y media de la mañana ya estaba dada la orden de repliegue en el Longdon y los soldados bajaron a Wireless Ridge con protección del fuego de artillería propio. Solo setenta y ocho lograron hacerlo. Los doscientos restantes que componían el Regimiento 7, tras nueve horas de batalla en el monte, habían sido muertos, tomados prisioneros o estaban heridos. Los ingleses ya podían visualizar la residencia de Menéndez en Puerto Argentino. Estaba a un tiro de artillería. En la mañana del 12, los montes Dos Hermanas y Harriet también habían sido tomados, con veintidós soldados argentinos muertos, ciento diecinueve heridos y doscientos prisioneros. La tregua inesperada Los ingleses supusieron que debajo del monte Longdon habría una fortaleza. Decidieron permanecer en la posición conquistada, reagruparse, reabastecer municiones, instalar puntos de observación, pero no avanzar, como indicaba el plan original. Temían ser sorprendidos por un contraataque argentino, que no sabían desde dónde llegaría. 

 En ese “tiempo muerto”, distantes a centenares de metros, las tropas de uno y otro bando se observaron durante todo el día. Casi no cruzaron fuego. Pero la fortaleza de la última defensa, en Wireless Ridge y Moody Brook, había sido debilitada. Después de la batalla de Longdon, muchos soldados no encontraron a sus jefes, que abandonaron sus posiciones y bajaron a Puerto Argentino sin dar aviso. En la noche del domingo 13 de junio, todos los batallones británicos en combate se lanzaron a la toma de las últimas posiciones de defensa argentina. Avanzaron con tanques de guerra para romper el fuego de las trincheras. 

 En monte Tumbledown, el Batallón de Infantería de Marina 5, con ciento cincuenta hombres comandados por el capitán Carlos Robaccio, combatió en condiciones de desigualdad frente a ochocientos integrantes de las tropas británicas, compuestas por gurkhas y paracaidistas. Apoyados con el fuego de artillería de los tenientes coroneles Martín Balza y Carlos Alberto Quevedo, los hicieron retroceder y ganaron algunas posiciones de altura. Incluso les derribaron dos helicópteros. Pero en Wireless Ridge a las dos de la mañana nevaba y el desbande era generalizado. Las comunicaciones inalámbricas de los radiooperadores se habían cortado y el único timbre que sonaba era el de la retaguardia, la guarnición de Puerto Argentino comandada por el general Oscar Yofre, que en forma frenética ordenaba el contraataque: “Junte gente y vaya al frente”. Para evitar confusiones, Yofre había ordenado que cualquiera que sorprendiera a alguien con uniforme argentino dando una orden de repliegue tenía autorización para liquidarlo. Yofre quería recomponer las tropas y defender la posición a cualquier costo. 

 Los partes de guerra que le llegaban de los radiooperadores de Moody Brook, en cambio, le presentaban otra realidad: “Perdí contacto con mi propia tropa, pido replegarme”. Y cada soldado que bajaba de Wireless Ridge, aun sin orden de repliegue, lo hacía como podía. Entre los cañonazos de la artillería enemiga, bajo las bengalas lanzadas en paracaídas que iluminaban el fuego del campo de batalla, corriendo desde la cresta hacia el valle, protegido entre roca y roca, y tratando de no cruzarse con una bala de FAL del fuego “amigo”, porque entonces nadie veía nada, no había una organización, una instrucción, una orden que indicara para dónde ir. Todavía se mantenía en pie la carpa de las provisiones adonde llegaban los pedidos de ayuda, aunque no había quién los recibiera. Desde afuera, la radio se escuchaba nítida, desesperada, al rojo vivo. “¡Manden refuerzos... tenemos heridos!” A las siete de la mañana del 14 de junio, los británicos ya tenían posesión del monte Longdon y el corredor de Wireless-Moody Brook. Los soldados del Regimiento 7 de Infantería que habían sobrevivido caminaban hacia Puerto Argentino, con el temor de ser fusilados por desertores. 

Llegados al casco urbano, en un puesto de la policía militar debían informar el regimiento al que pertenecían y se les indicaba dónde refugiarse. Adentro del gimnasio comunal se produjo el reencuentro de la tropa del Regimiento 7 de Infantería. Estaban exhaustos, conmovidos, nerviosos. Un mayor preguntó al grupo: “¿Quién me acompaña arriba a recuperar la posición?”. Después de caminar quinientos metros, el grupo que había partido regresó. A esa hora, el 14 de junio, en Tumbledown, el Batallón de Infantería de Marina 5 había logrado reorganizar el dispositivo de defensa y seguía resistiendo. También el Regimiento 3 y el 25. El capitán Carlos Robacio le informó la novedad a Menéndez y le reclamó baterías de obuses, morteros, cañones antitanque, municiones. Se mantenía con la moral alta, como toda su tropa. Pero recibió la orden de repliegue hacia Puerto Argentino. 

Por unas horas la desoyó, y siguió combatiendo hasta el mediodía —volverían a derribar un helicóptero—. El Batallón 5 de Infantería de Marina sería el último contingente en rendirse. Dejaría setenta y un muertos en el campo de batalla. Las fuerzas británicas ya estaban en las afueras de Puerto Argentino, sobre Moody Brook, a pocos centenares de metros de la residencia de gobierno. En algún momento, en la guarnición de Puerto Argentino, se pensó trasladar las tropas hacia el aeropuerto, a diez kilómetros, y utilizarlo como el escenario de la última batalla. A las nueve, Menéndez decidió comunicarse con el secretario general de la Presidencia, general Héctor Iglesias, en la Casa Rosada. Le dijo: -Esto se acabó. Se combatió duramente hasta las últimas horas. El grupo de artillería ha sido pulverizado.

 Las alternativas que quedan son aceptar la resolución 502 y retirarnos con nuestras banderas; aceptar la matanza... la resolución debe ser tomada en breve lapso para salir con honor. Me avisan que los ingleses están a cuatro o cinco cuadras de acá. Menéndez quizá reducía la distancia para poner en evidencia el cuadro de situación. Quería que la Casa Rosada tuviera una visión más real de lo que estaba sucediendo. Iglesias se comprometió a informarle a Galtieri. Menéndez volvió a llamar. Habló directamente con él. -Esta defensa no tiene sentido, no tiene futuro. Le planteé al general Iglesias que hay muchos hombres que vuelven hacia la retaguardia heridos y ya sin munición y desorganizados. Galtieri seguía pensando en el contraataque. -Debe haber agrupamientos propios del Ejército e Infantería de Marina que deben orgánicamente seguir subsistiendo en la retaguardia de las primeras fracciones inglesas. 

Creo que debe impulsarse, ellos también están en una situación crítica, tanto como la nuestra, y el impulso de la voluntad de combatir, saliendo de los pozos hacia adelante y no hacia atrás, atacando los flancos de la penetración enemiga, aunque sea con pocas fracciones y con algún fuego puede detener la penetración inglesa. Emplee todos los medios que tiene, el Regimiento 3, el 25 y contraataque. Use todos los medios que tiene a su alcance y continúe el combate con toda la intensidad posible, moviendo al personal fuera de los pozos. Cambio. Menéndez se lamentaba de “no lograr dar una sensación de lo que hemos vivido durante toda la noche”. Explicó que el contraataque del Batallón de Infantería de Marina 5 había sido rechazado y otras compañías ya habían desaparecido. -La tropa no da más. Está peleando a brazo partido en las trincheras, yo lo he visto. 

Mire, mi general, lo que usted me dice esta tropa no lo puede cumplir. Galtieri dijo aceptar sus reflexiones. Sin embargo, le explicó que era el comandante conjunto de las Malvinas, con su misión, su personal, los reglamentos y la autoridad para resolver. El comentario no era menor. En el código militar de conducta, la rendición no se puede establecer sino con la pérdida de la mitad de los hombres y de las tres cuartas partes de las municiones. Menéndez estaba convencido de que Galtieri no tomaba dimensión de la coyuntura. Insistió: -Mi general, a esta tropa no se le puede exigir más, después de lo que han peleado. [...] No hemos podido mantener las alturas, no tenemos espacio, no tenemos medios, no contamos con los apoyos que corresponden [...] tenemos que acceder a la gran responsabilidad para con los soldados que van a morir combatiendo un combate sin posibilidades, por el término de pocas horas más y que va a costar muchas vidas.

 Esto debo decirle como comandante de Malvinas. Cambio. Galtieri pidió un tiempo para reflexionar. Lo llamaría más tarde. Poco después, Menéndez recibió un mensaje del bando inglés para iniciar conversaciones. Le proponían un cese de fuego hasta las 13 horas; mientras tanto, ellos no entrarían en Puerto Argentino. Se lo comunicó a Galtieri. Este aceptó que hablara sin que firmara o discutiese ningún documento sobre rendición o capitulación. A las 3.15, Menéndez se reunió con el capitán Rob Bell y el teniente coronel Michael Rose, emisarios del comandante Jeremy Moore. 

Por presión de Londres, los británicos ofrecieron una “rendición incondicional”. Menéndez rehusó entregarse en esos términos. Ofreció firmar una “rendición con condiciones”. Los británicos aceptaban que las fuerzas argentinas se retiraran con sus banderas y estandartes, y dirigidos por sus propios comandantes. A las 9.15 de la noche, hora de las islas, Moore y Menéndez firmaron la rendición. Eran dos generales. Por sus rostros y sus uniformes, se advertía que uno venía de una larga y trabajosa batalla. La expedición no había resultado un paseo. El otro general parecía recién llegado a las islas. La guerra había terminado. La apuesta por la recuperación de las islas Malvinas, a todo o nada, había dejado seiscientos cuarenta y un muertos y mil seiscientos cincuenta y siete heridos en la tropa argentina.

domingo, 2 de mayo de 2021

Un corazón de 503 gr, cirrosis, un posible Parkinson y sin “pleno uso de sus facultades mentales | Por Hugo Martin

El informe de los peritos de la Junta Médica sobre la muerte de Diego Armando Maradona revela todos los padecimientos que tuvo el astro hasta su fin el 25 de noviembre de 2020. Ponen la lupa sobre las malas decisiones del equipo médico y enumeran, una a una, las enfermedades que afectaron sus órganos. Un testimonio impactante sobre su salud autor Por Hugo Martin

 


Duele. Y cómo. Repasar todas las dolencias físicas de Diego Armando Maradona es recorrer un campo de batalla. Palpar el desarrollo de una guerra de la que siempre creímos que saldría victorioso, con el 10 en la espalda. El 25 de noviembre de 2020, la realidad nos pegó un cachetazo. La lógica se impuso. Maradona era un hombre enfermo. Y murió. Parece una cruel ironía, pero los integrantes de la Junta Médica que prepararon el informe sobre las causas de su fallecimiento son 11, como un equipo de fútbol. En las 70 páginas que elaboraron para los fiscales Cosme Iribarren, Patricio Ferrari y Laura Capra detallan el final. Aseguran que Maradona “comenzó a morir, al menos, 12 horas antes de las 12.30 del día 25/11/2020”.

Según ellos, “presentaba signos inequívocos” de agonía prolongada, por no haber sido debidamente controlado “desde las 00.30” del día que falleció. infografia Los peritos apuntan esa y otras responsabilidades a los encargados de cuidar su salud, encabezados por el doctor Leopoldo Luque y la psiquiatra Agustina Cosachov: “el equipo médico tratante se representó cabal y acabadamente la posibilidad del resultado fatal respecto del paciente, siendo absolutamente indiferentes a esa cuestión, no modificando sus conductas y plan médico/asistencial trazado, manteniendo las omisiones perjudiciales precedentemente apuntadas, abandonando ‘a la suerte’ el estado de salud del paciente”. Por eso en el punto 2 de las conclusiones son lapidarios: “el actuar del equipo de salud a cargo que atendía a Diego Armando Maradona fue inadecuado, deficiente y temerario”. Lo peor, señalan, es que dan por “verosímil que Maradona hubiera tenido chances de vida aumentada de haber sido internado en una institución de salud polivalente.

 A las claras está que ese no fue el caso… Fue una decisión deliberada y conociendo los riesgos (‘el gordo se muere en cualquier momento’ -en realidad la frase, dicha por Luque, fue “se va a cagar muriendo”-) que tomó el equipo de salud. En este punto es donde surge un conflicto de intereses, quien dirigía al equipo de salud tratante es quien gozaba plenamente de la confianza del paciente”. En este sentido, explican lo inexplicable: “A pesar de haber tenido una prescripción adecuada en dosis y posología para su trastorno toxicofrénico, no podemos descartar que esta medicación no haya influido en el desenlace fatal”. 

 Diego en su última época como DT de Gimnasia y Esgrima de La Plata. EFE/Demian Alday Diego en su última época como DT de Gimnasia y Esgrima de La Plata. EFE/Demian Alday Por supuesto, a nadie escapa que la clave de la mala salud de Diego pasaba por su corazón, algo golpeado, entre otras cosas, por una hipertensión arterial, una aterosclerosis leve en la carótida (según un Eco Doppler de vasos de cuello que le practicaron en la Clínica IPENSA de La Plata el 9-9-2020), el tabaquismo, la obesidad, el sedentarismo y su enfermedad renal crónica. Esto suponía un “riesgo cardiovascular intermedio/alto”. El trabajo de los peritos sostiene que “falleció de una insuficiencia cardíaca congestiva luego de un período agónico prolongado”, como se detalló. Su corazón pesaba 503 gramos, un 40 o 50% más que uno normal. Esto se traduce en una cardiopatía hipertrófica ventricular izquierda, agrandamiento de aurícula izquierda y disfunción diastólica asociadas a los sedimentos acumulados por años de consumo de cocaína y alcohol. “Resulta un corazón insuficiente para solventar las necesidades del organismo”, resumen. Pero eso es, apenas, la punta del iceberg. Además, señalan los peritos que sufría “enfermedad de miocardio”, “patología del ritmo cardíaco” y una “coronariopatía”. Estos problemas del corazón ocasionaban el deterioro de otros órganos, como por ejemplo los riñones. Maradona tenía diuresis positiva y nicturnia (aumento de micciones durante la noche), un síntoma de patología cardíaca. 

También padecía insuficiencia renal e infecciones urinarias, con “valores de uremia y creatininemia elevados en numerosas oportunidades”. Y sumaba “glomeruloesclerosis, fibrosis, necrosis tubular aguda y congestión venosa”. Por supuesto, destacan la incidencia negativa que tuvo el “uso de sustancias tóxicas” como las drogas (que en varios párrafos coinciden que las dejó en el año 2000), el alcohol y los antiinflamatorios. Su riñón derecho pesaba 213 gramos y el izquierdo, 183. Diego y el doctor Leopoldo Luque, en una de las últimas imágenes del astro con vida, tras ser operado de un hematoma subdural Diego y el doctor Leopoldo Luque, en una de las últimas imágenes del astro con vida, tras ser operado de un hematoma subdural Por su parte, en la sangre se detectó anemia crónica, asociada al déficit de fólico B12 e hierro y también dislipemia (hipertrigliceridemia, concentración elevada de grasas). 

El último análisis de colesterol, hecho el 3/9/20, dio 156 mg/dL, cuando el límite superior del rango normal se establece entre 130 y 159. Y en cuanto a sus pulmones, tuvo una internación por neumonía en el Instituto FLENI en 1999 y mostraban los efectos del tabaco. El informe dedica especial atención a los padecimientos de la cabeza y el cerebro de Diego. La Junta Médica explica que el hematoma subdural crónico no ameritaba una neurocirugía de urgencia según las interconsultas con la clínica IPENSA de La Plata, donde lo descubrieron. Los peritos indican que Maradona “se hallaba evolucionando un cuadro compatible con una abstinencia alcohólica”. Y abren un paréntesis para advertir que “los alcohólicos son más propensos a formarlos (se refiere a los hematomas subdurales) que la población en general” y que la “atrofia cerebral parece ser un factor predisponente” para los mismos. También en el cerebro de Maradona se indican áreas de hipoperfusión (provocada por la reducción brusca del gasto cardíaco) a nivel frontal bilateral, en lóbulos temporales con predominio izquierdo y en parietales y occipital derecho. Con este panorama, dicen “debería haberse dispuesto un seguimiento con controles y estudios cardiológicos, más aún con la medicación que se había indicado por sus abstinencia y dependencia alcohólica, que poseen efectos cardiotóxicos”. 

Otra vez, el equipo médico queda a la intemperie en estas contundentes páginas. Esos medicamentos y sus dosis, indica el informe, eran los siguientes: Quetiapina, 150 mg/día. Es un fármaco antipsicótico de baja potencia para “esquizofrenia, episodios maníacos y depresivos severos del trastorno bipolar”. Entre los muchos efectos adversos que se enumeran en el informe de la Junta Médica, está el aumento de peso, la hiperglucemia, alteraciones en el lenguaje y el pensamiento. Naltrexona, 50 mg/día. Antagonista de los receptores opiáceos. Se indica para tratar la dependencia a sustancias alcohólicas. Sus efectos adversos son numerosos, tanto digestivos como neurológicos, lesiones en la piel y toxicidad hepática. En el informe se advierte que “no debe ser usado en forma concomitante con drogras ilícitas, opiáceos ni alcohol”. 

Como se reitera en la causa, esto no sucedía en la última morada de Maradona. Gabapentina, 900 mg/día. Antimaníaco y estabilizador del ánimo “con gran potencial ansiolítico” pero sin contraindicaciones. Venlafaxina, 75 mg /día. Antidepresivo. Como efecto adverso señala, por ejemplo, la arritmia. Los remedios que le suministraban a Maradona y que, según la Junta Médica, podrían haber incidido en su falla cardíaca final Los remedios que le suministraban a Maradona y que, según la Junta Médica, podrían haber incidido en su falla cardíaca final Lurasidona, 40 mg/día. Psicofármaco antipsicótico, indicado en esquizofrenias y otras psicosis. Según la Junta Médica, se debe tener “especial cuidado con pacientes cardiópatas ya que prolongan el QT”, es decir, que el corazón lata rápido y de manera caótica. También puede producir edemas, parkinsonismo, aumento de peso y hasta ideas de suicidio. Levetiracetam, 1000 mg/día. Anticonvulsivo. Se recomienda “precaución en pacientes con insuficiencia hepática, renal y depresión”, entre otras afeccciones. Omeprazol, 20 mg/día, para la acidez. Complejo de Vitamina B Ketorolac (encontrado en estudios postmortem) Antiinflamatorio no esteroide. Como efectos adversos puede producir necrosis tubular aguda e hipertensión arterial. 

 Quizás la frase más triste de todo el informe es que Diego “no se encontraba en pleno uso de sus facultades mentales, ni en condiciones de tomar decisiones sobre su salud” en los últimos tiempos. En forma tajante, colocan la responsabilidad nuevamente en el equipo conducido por Luque y Cosachov. Pero también, de soslayo, observan a la familia. Allí se lee que Maradona “era un consumidor problemático de sustancias, dependiente, con múltiples episodios auto y heteroagresivos, polimedicado psicofarmacológicamente al momento de la externación de la Clínica Olivos donde el equipo médico y la familia decidieron una ‘internación domiciliaria en el Barrio San Andrés de Tigre el día 11/11/202”. Y añade algo decisivo: “de hecho, en el documento firmado al momento de la externación de la Clínica Olivos no está plasmada la rúbrica del paciente. Esto se contradice con las excusas de los profesionales tratantes al manifestar que ‘Diego no se dejaba revisar’, es decir que decidían en forma negativa sobre su salud en algunas circunstancias que involucraban mantenerlo bajo estricta vigilancia con cuidados apropiados, estudios complementarios disponibles a toda hora; y por otro lado, dejaban que decida el paciente cuando este no quería recibir médicos para el seguimiento de su salud en una internación domiciliaria paupérrima”. 

 En ese punto, añaden, “surge del expediente que en diciembre del 2019 que DAM presenta ascitis (exceso de líquido en el abdomen) desde ese momento (que fue llevado al country San Andrés de Tigre), el médico interviniente que realiza el diagnóstico no volvió a ser convocado deliberadamente”. A los peritos los alarma que “ante las múltiples transgresiones del paciente durante la internación domiciliaria (alimentación contraindicada, hidratación con alta carga de sodio) y la deficiencia en los controles médicos y de enfermería” no lo hayan internado en una clínica. También desconfían de las anotaciones que supuestamente tomaban quienes debían asistir a Diego: “Llama poderosamente la atención la variación en los registros de los parámetros vitales registrados; durante los controles nocturnos se consignaron reiteradamente registros de hipertensión diastólica y taquicardias y durante el resto de los controles no existen estas alteraciones, lo que hace suponer que esos controles no fueron efectuados por las enfermeras de los turnos diurnos”. 

 En la imagen, Leopoldo Luque, doctor de Diego Maradona. EFE/Enrique García Medina/Archivo En la imagen, Leopoldo Luque, doctor de Diego Maradona. EFE/Enrique García Medina/Archivo Sostienen, además, que tenía “deterioro cognitivo crónico” y “trastornos de conducta y de lenguaje”. Y enumeran, asimismo, una posible presencia de la Enfermedad de Parkinson y probables síndromes bipolar y depresivo. Luego del corazón y el cerebro, en el otro órgano que Maradona presentaba un importante deterioro era el hígado. De acuerdo a un informe de laboratorio fechado el 11/06/2019, Maradona “presentaba serología compatible” con una hepatitis B ya curada, y que había contraído en 1983. El consumo descontrolado de bebidas, aseguran, le ocasionó una hepatitis alcohólica que provocó dos internaciones: una en el sanatorio Güemes por síndrome de abstinencia y otra en el Sanatorio Los Arcos entre el 28/03/2007 al 10/04/2007, cuando ingresó por epigastralgia y alteración del Hepatograma. Según la documentación obtenida por la Junta Médica, allí “se detalla que consumía aproximadamente 5 litros de bebidas alcohólicas al día”. También se detectó hígado graso a través de ecografías abdominales y cirrosis hepática. Hubo una tercera ese año, en la Clínica Avril, para tratar ese abuso del alcohol. 

 En cuanto al resto del aparato digestivo, se detectaron hemorragias y úlceras en la unión gastroyeyunal, un páncreas afectado por glucemia alterada en ayunas que lo hacía insulino resistente, el padecimiento de síndrome metabólico, hemorroides, epigastralgia (dolor abdominal por el reflujo) y obesidad. Les llamó la atención a los peritos que “tampoco se controló correctamente la diuresis (saber cuánto orinaba) y el peso, como son los controles básico de enfermería”. Sobre este punto se indica que, con 1,60 de altura, llegó a pesar 95 kilos. Agustina Cosachov, psiquiatra de Maradona. Agustina Cosachov, psiquiatra de Maradona.

 Por último, el informe subraya otros problemas de salud, como “temblor palpebral (de los párpados)”, “hinchazón” de la cara”, “pituitas matinales” (moco), “ronquidos inhabituales” y una mononucleosis de vieja data. Asimismo, describe las cirugías al as que se sometió: de osteosíntesis de tobillo izquierdo (tan castigado en el Mundial ’90, cuando parecía una pelota de fútbol y Diego jugaba igual), el by pass gástrico de 2006, la cirugía de rodilla derecha (con reemplazo total) y una hernioplastia umbilical. Todo esto soportaba el cuerpo de Diego Armando Maradona cuando lo cubrió la oscuridad definitiva. Pero no con el piadoso fin que llega como un chasquido de dedos y evita el sufrimiento. Siempre habrá que recordarlo: el argentino más famoso de la historia agonizó 12 horas. Y murió -lo dejaron morir- en la soledad más absoluta.

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