La semana que pasó ha tenido, en materia económica, dos hitos destacados: la “pelea” entre Uruguay y la Argentina en torno al futuro del Mercosur, y la difusión de los nuevos datos del número de personas cuyos ingresos no son suficientes para comprar una canasta mínima de bienes y servicios, que define si alguien es pobre o no. Aunque parezcan dos cuestiones desconectadas entre sí, en las próximas líneas trataré de argumentar, abusando de la paciencia del amable lector y la amable lectora, que ambos temas tienen algo en común: el Estado argentino. Veamos. El Mercosur fue creado a imagen y semejanza del entonces Mercado Común Europeo.
También, como en Europa, partió de una idea política, la de darle un marco institucional común a la incipiente nueva democracia en la región, y eliminar las “hipótesis de conflicto” que alimentaban el militarismo en Brasil y la Argentina. En términos económicos el “dueño de la pelota” era Brasil, la economía más grande y con predominio de su grupo industrial tradicional, protector de su gran mercado interno y con un modelo basado en mano de obra relativamente barata. En ese contexto, el Mercado Común, funcionó a ritmo de samba. Brasil no resultó muy generoso para abrir su enorme mercado a sus socios regionales, “excusa” que fue aprovechada por algunos grupos corporativos locales para respaldar un Mercosur cerrado.
La pelea era por la participación en el mercado interno común, y no por el papel que ese mercado unido pudiera cumplir frente al resto del mundo. Pero quienes más aprovecharon la escasa competencia extra regional fueron los sucesivos gobiernos que incrementaron el gasto público, la burocracia, y el intervencionismo arbitrario, trasladando su ineficiencia y mayores costos al sector privado.
Este esquema obligó a reforzar el proteccionismo no ya como una estrategia sino como una necesidad. El sector privado tenía que cargar con el peso del Estado y para poder hacerlo pedía protección, ya que no podía competir con el “lastre” del Costo Argentino y el Costo Brasil. Un círculo vicioso perfecto: los privados en su zona de confort de la no competencia internacional y los políticos en su propia zona de confort protegiendo al sector privado del mundo, y cobrando su parte por ello.
Pero el mundo cambió. La globalización y especialización de la producción, modificó cadenas de valor y sus localizaciones. Y la irrupción de China, con su propio trabajo barato, significó un duro golpe para el tradicional modelo industrial brasileño.
Visto desde la micro, si no diferenciás tu “capital humano” y tu “marca” siempre hay alguien dispuesto a hacer tu trabajo por menos sueldo que vos. Brasil tuvo que adaptarse, lentamente, a este nuevo escenario, aunque aún mantiene viejas mañas. Pero hoy la agroindustria, las nuevas tecnologías, el nuevo esquema de localización y especialización industrial y las consecuencias post pandemia, lo llevan a necesitar ser una economía más abierta y a buscar otra inserción estratégica global. ¿Quién podría imaginar hace sólo un par de años que una fábrica de automóviles se retiraría de Brasil?
Lo mismo sucede con los países más pequeños de la zona como Uruguay y Paraguay que hace rato quieren buscar nuevos horizontes menos dependientes de las inestabilidades argentinas y los “egoísmos” del gran vecino. El Mercosur no logró adaptarse a las nuevas realidades. No evolucionó para converger a un verdadero Mercado Común, y sólo desarrolló más burocracias vacías de contenido, pero que otorgan cargos y sellos. Tampoco negoció acuerdos de libre comercio con las regiones más dinámicas del mundo y fue perdiendo total relevancia en el contexto mundial, al punto que sólo representa el 3% de la demanda global.
En su diseño actual es claramente un lastre para sus miembros, aunque la Argentina no quiera reconocerlo porque sería incorporar un pensamiento estratégico del que carecemos hace décadas, dominados por los sectores corporativos menos competitivos que mantienen una “asociación ilícita” con la clase política en sentido amplio. “Vos me protegés del resto del mundo y yo me aguanto tu burocracia, presión impositiva y costos”. Pero este arreglo, si alguna vez funcionó, ya no funciona. El sector privado lo sabe, pero no encuentra la forma constructiva de influir en la toma de decisiones políticas.
La Argentina implosiona en su decadencia. Mientras el resto de sus socios intenta, con algo más de inteligencia y claridad, salir de la trampa que entre todos hemos creado.
Y este aislamiento decadente no genera crecimiento, ni riqueza. Sin progreso, la pobreza avanza. La política argentina, para proteger sus privilegios y comprar votos intenta morigerar las consecuencias de la pobreza con asistencialismo.
Pero como la Argentina no genera riqueza, el gasto público sólo se puede financiar mayoritariamente con impuestos indirectos nacionales, provinciales y municipales (que están incluidos en los precios de los bienes de consumo masivo), y con inflación (los períodos de endeudamiento también terminan en default e inflación). El Estado crece en burocracias ineficientes para esconder la pobreza y administrar el asistencialismo. Se da, entonces, la paradoja de que son los propios pobres, con los impuestos que pagan cuando consumen y con la inflación, los que financian los subsidios que reciben, creando un círculo vicioso y creciente.
En otras palabras, en lugar de bajar impuestos y generar incentivos para que sea el sector privado el que invierta, provoque crecimiento riqueza y empleo, el sector público ahoga la actividad privada y financia burocracia y asistencialismo con malos impuestos que terminan pagando los pobres. Y este sistema recargado además de burocracia y regulaciones absurdas deja al sector privado fuera de competencia y pidiendo protección.
Y aquí está el hilo conductor. El peso del Estado argentino es un lastre para la competitividad y la inserción global, que permitiría atraer inversión, crear empleo de calidad y crecimiento. Sin ello, se convierte también en un lastre para que muchos argentinos salgan de la pobreza.
Y volvemos a lo de siempre, hace falta un acuerdo político. Pero no para extender el plazo de pago de nuestras deudas, o para “terminar con la bimonetariedad”. Hace falta un acuerdo político para diseñar, con el sector privado, un cambio de régimen que, entendiendo la verdadera realidad global (no la imaginaria) introduzca las condiciones para una nueva realidad local.