domingo, 4 de abril de 2021
El secreto de tu foto: fue a la morgue a buscar la autopsia pero descubrió que su bebé nunca había estado ahí
Fue una tarde de fines de abril, Ana había vuelto a su departamento y estaba sola, suspendida en un limbo: sola sin panza, sola sin bebé. Habían pasado horas desde el nacimiento de su primer hijo, horas desde que les habían dicho que el bebé era “un monstruo”, horas desde que ella, en shock, había pedido que le hicieran una autopsia. Pero no era eso lo que Ana cargaba en la mirada en el momento en que se sacó el autorretrato, o no era sólo eso: no era la muerte, era la duda. Están por cumplirse 26 años de aquel abril y Ana Gantzer cuenta su historia públicamente por primera vez. Ya no vive en Avellaneda, ya no es la joven que estudiaba Bellas Artes ni la mujer que estaba extasiada con la llegada de Líbero, su primer hijo. Hace décadas que necesitó tomar distancia y desde el 2000 vive en Nueva York, donde es bibliotecaria pública. Fue precisamente allá, a 8.527 kilómetros de distancia de Buenos Aires, que el nacimiento de su segundo hijo removió todos los escombros. Era 1995 y Ana tenía 28 años. Alejandro, quien entonces era su pareja, era 17 años mayor. Entre ellos andaba siempre la mamá de Ana, una mujer que terminó teniendo un protagonismo inesperado en el drama que estaba por venir. “Era de esos embarazos en los que todo va muy bien”, cuenta Ana a Infobae. Se atendía en el Sanatorio Anchorena, un amplio edificio de cinco pisos y persianas blancas que unos años después quebró y fue rematado. Iba por el séptimo mes de gestación cuando su médico la envió a ver a una partera que daba clases de “parto sin dolor” en la calle Mansilla al 3.000, en la Ciudad de Buenos Aires. “Cuando llegué había como 20 embarazadas, como si regalaran algo”, piensa ahora sobre ese “público cautivo”. La partera le dijo qué tenía que poner en el bolso para el parto y le dio una indicación: “Me llamás apenas rompés bolsa”. Hasta ahí, lo normal. Pero Ana no rompió bolsa como había visto en las películas sino que perdió el tapón mucoso, a lo que la partera, del otro lado del teléfono, dijo “vengan inmediatamente”. “Yo estaba medio freakeada, no sabía qué era eso, así que fuimos los tres, asustados. Primero me apoyó el cono en la panza, puso cara de preocupación y dijo que podía haber sufrimiento fetal. Después volvió a hacerlo pero con el detector de ritmo cardíaco, ese que se oye para afuera: papapam papapam papapam, los latidos se escuchaban perfecto”. La partera, sin embargo, dijo “hay que llevarla urgente al hospital”, y ahí sucedió la primera de una lista de cosas extrañas. “Dijo ‘tengo que hacer unos llamados antes’ y tardó como 15 minutos en volver. Cuando volvió, Alejandro ya caminaba por las paredes. ¿No era una urgencia? Le preguntamos si estaba hablando con el médico y dijo que no, que ella también trabajaba en turismo y alguien en Misiones había tenido un problema en un tour”. Eran, minutos más, minutos menos, las tres y media de la tarde. Fueron al sanatorio en taxi “y ahí me dejaron un rato largo sola esperando en una camilla en el pasillo. Yo no entendía nada. Ya era la nochecita cuando me entraron al quirófano”, sigue. “Yo había planeado entrar con Alejandro, incluso una amiga del trabajo quería venir a filmar el parto, pero nada, me hicieron entrar sola, me pusieron la peridural y me durmieron como a un elefante. De ahí en más ya no sé qué pasó”. Ana no fue protagonista de la cesárea que le hicieron ese 18 de abril de 1995: no vio, no escuchó, no sonrió, fue como parir en coma. “Afuera, y todo esto me lo contaron después, mi mamá y Alejandro estaban desesperados porque pasaban las horas y no sabían nada. Finalmente salió una mujer, no sabían si médica o enfermera como cubriéndose la cara. Se paró frente a ellos y les dijo ‘es un monstruo, está todo deformado’”. Ana también montó sus sospechas sobre ese comentario. ¿Qué profesional usaría esas palabras para hablar con el padre y con la abuela de un bebé que nace con una malformación? Ahora que tomó distancia, física y temporal, le suena más bien a un intento de que nadie tuviera el valor de pedir ver el cuerpo. “Mi único recuerdo de esa noche es que tuve que luchar para respirar, para vivir. Estaba tan dopada que no podía. Sé que me desperté de madrugada y me dijeron que el bebé había muerto y que me volví a dormir”. Alejandro, supo ella después, había estado gritando por los pasillos “déjenme verlo, déjenme verlo”. “Hasta que accedieron y le mostraron, de lejos, a un bebé que estaba en una mesa de metal”, sigue ella. El efecto del “es un monstruo”, sin embargo, había hecho efecto, porque Alejandro no se animó a acercarse. “Es que todos tenemos horror por la muerte, yo no pedí verlo, no peleé, ¿viste? Y entré en un espacio entre la resignación, la aceptación y preguntar sin parar. ¿Pero por qué se murió? ¿De qué? Al final me dijeron que tenía macrocefalia y labio leporino. ¿Y quién se muere por eso?”, se pregunta todavía. Ana dice que no peleó pero, pese al estado de shock en el que estaba, pidió que le hicieran la autopsia. Fue ahí que sucedió otra cosa extraña. “Entonces el médico dice, y yo no lo agarré en ese momento: ‘Si ponemos que nació vivo, tenés que hacer una partida de nacimiento, otra de defunción y después tienen que hacer un velorio, un entierro. Si ponemos que nació muerto, no hay que hacer nada’. Y bueno, por eso que nos pasa con la muerte, uno agarra el camino más fácil, o el menos traumático”. Fue después de esto, con la duda ya empezando a trabajar sobre los herrajes, que Ana volvió a su departamento y se tomó el autorretrato. La mirada del adiós “No, no es lo que uno siente cuando se le muere un hijo”, contesta cuando trata de explicar qué cargaba su mirada en el momento en que se tomó la foto. “Es la espera que no llega: cuando esperabas algo y te quedaste sin nada: es esa nada. Cuando vas a parir también te despedís de alguien, llega tu hijo pero la mujer que fuiste hasta ahora se va. Bueno, yo me quedé entre un barco y otro. Es como cuando soltás una liana para agarrar la otra pero la otra no está: te caés al vacío”. Ana, que trabajaba en la obra social de agentes de propaganda médica y era cocinera y repostera, pasó los siguientes meses en camisón, comiendo hamburguesas. Esperó los resultados de la autopsia para llenar de explicaciones el vacío, pero el informe del sanatorio nunca llegó. Por eso fue a la morgue. “Le dije a la mujer que me atendió: ‘Vengo a buscar los resultados de la autopsia del bebé que perdí, y le di el nombre, todos los datos. Y ella me miró extrañada y me contestó: ‘¿Qué bebé? Acá no tenemos ningún bebé”, sigue. “Cuando vos ya estás en el suelo y te dan otra patada, todo se junta, ya no sabés cuál te dolió más. Perdés la racionalidad, es simplemente el dolor. Pero igual yo pude decir ‘acá hay algo raro, tenemos que ir a la policía’”. Tardaron meses pero lograron que el juzgado ordenara allanar el sanatorio en busca del cuerpo y de los certificados. “Consiguieron los papeles con todos los partos de ese día tapados, pero no encontraron al bebé, no encontraron el cadáver. Dos semanas después llegaron a la casa de un médico que tenía en su casa un laboratorio o una morgue, no sé qué era. Y entregó un frasco. En el frasco no había un bebé exactamente... perdón es horrible esto. Lo que entrega es la carcasa de un bebé y órganos mezclados, con decirte que había tres testículos”. Tardaron meses en darles un resultado y no lograron determinar si había o no restos de su hijo. “Era todo tan difícil, tan nauseabundo, que cuando me ofrecieron los restos dije ‘no’”. Ya era fin de año, Ana todavía recuerda ese clima de diciembre en el centro porteño: todo cerrado, el asfalto llegando al punto de hervor. “Bajé la cortina y me olvidé de muchas cosas, me olvidé de fechas exactas. No podía vivir con eso”. Al año siguiente, Ana se separó de Alejandro y perdió a su papá. Su forma de sobrevivir fue intentar un “año nuevo, vida nueva”. Poco después se mudó a Estados Unidos, donde mantuvo al fantasma dormido hasta que volvió a formar pareja y quedó embarazada de Román. Volver “Vos no sos primeriza. ¿Qué pasó?”, le preguntó la obstetra que la atendió en Nueva York siete años después del nacimiento de Líbero. A Ana le fue imposible contestar con certezas y, frente al “no sé”, la médica le preguntó si podía conseguirle los papeles del sanatorio. “Yo estaba en otro viaje, que era tener a mi hijo, pero fue imposible no empezar a revivir todo. Cuando me metieron de nuevo en la sala de partos y me pusieron la anestesia me largué a llorar, sabía que a partir de ese momento perdía todo el control”. En 2004, cuando Ana logró venir a Argentina de visita con Román, su mamá la esperaba con una hipótesis. Desde que Ana se había ido hasta ese momento se habían recuperado 16 bebés robados en la última dictadura y, si bien lo de Líbero había sucedido en democracia, la mujer había encontrado similitudes: “Mirá Ana, yo creo que te lo robaron”, dijo. Juntas empezaron a reconstruir la memoria y fueron al juzgado para que reabrieran el caso, convencidas de que “la democracia aún era frágil como para proteger las vidas de esos chicos”. Lograron que se enviaran los restos que se habían reservado para ADN al Banco Nacional de Datos Genéticos. Pero las puertas volvieron a cerrarse: “Nos contestaron que no encontraron material viable para hacer un ADN”. Hasta que su mamá empezó a recibir llamados raros - “cuando atendía, del otro lado se quedaban en silencio”- y Ana, que había contado su caso en todos los sitios de búsqueda de niños, recibió un enlace de explotación sexual infantil que nunca pudo borrarse de la cabeza. “Y volvimos a bajar los brazos”, sigue. La mamá, que siguió viviendo en Quilmes, “se fue apagando” y murió el año pasado de COVID. Ana tiene ahora 56 años y está sola en su casa. Román, su hijo estadounidense, se mudó a otro estado para comenzar la universidad y ella decidió volver a buscar a Líbero, convencida de que no murió sino que se lo robaron. Dice que no es por ella que lo hace, que ya no se siente una víctima, que “una madre da y en algún momento suelta, deja ir”. Es, en cambio, por otras dos razones: “Por un lado, pienso en la frase ‘nolite te bastardes carborundorum’, que Margaret Atwood cita en ‘El cuento de la criada’: ‘No dejes que los bastardos te hagan polvo’. En este caso diría ‘no dejes que los deplorables descansen en paz’”, se despide. Por otro, “porque veo muchos hijos que hace décadas buscan a sus padres biológicos y pienso que él tal vez me esté buscando. Privar a un hijo del abrazo de sus padres, de sus voces, de saber de dónde viene, me parece profundamente injusto. Voy a hacer lo posible para no privarlo más de eso: si él me está buscando, que sepa que acá estoy”.
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