Cristianos abandonados a su suerte
por James Neilson
Los cristianos que todavía quedan en países de mayoría musulmana se encuentran en el lado equivocado de una inmensa grieta conceptual. Son víctimas trágicas de un gigantesco malentendido ocasionado por la ilusión de que, en el fondo, todos comparten los mismos principios. Sus vecinos los ven como intrusos, agentes enemigos al servicio de una potencia a su juicio cristiana como Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos, pero para los franceses, británicos, norteamericanos y otros occidentales sólo son extranjeros, sirios, iraquíes, paquistaníes, egipcios o libios y, por lo tanto, tienen que ser tratados como sus putativos compatriotas, ya que sería inaceptable privilegiarlos por razones sectarias.
De imponerse la lógica musulmana, la Unión Europea, Estados Unidos, Canadá y Australia abrirían las puertas para que entraran los cristianos, manteniéndolas bien cerradas para los de otros cultos, pero hasta ahora pocos se han animado a sugerir que, dadas las circunstancias, es un peligroso error minimizar el significado de las diferencias religiosas. Para virtualmente todos los políticos e intelectuales de los países de cultura occidental, lo que más cuenta es la nacionalidad, mejor dicho, la ciudadanía de las distintas personas, razón por la que manifiestan su asombro por la presencia de tantos franceses, belgas, británicos, alemanes y holandeses en las filas del Estado Islámico o ISIS, como si fuera meramente anecdótico el hecho de que su presunta nacionalidad no les importe un bledo; todos se definen como musulmanes.
De los credos políticos existentes, el más poderoso sigue siendo el nacionalismo. Hasta sus críticos más agudos, profetas de la fraternidad universal y de un mundo sin fronteras, le rinden pleitesía, ya que ellos también entienden que fue lógico que se formaran Estados nacionales sobre las ruinas dejadas por imperios rotos. Para consternación de los internacionalistas, en las grandes guerras del siglo pasado socialistas y comunistas pronto se dieron cuenta de que para movilizar a millones tendrían que aprovechar el patriotismo por ser tan débil el poder de convocatoria de sus ideales cosmopolitas.
No siempre fue así: durante milenios, la mayoría se acostumbró a anteponer la lealtad personal para con un líder religioso a los vínculos emotivos con lo que hoy en día llamaríamos un país. Por lo demás, aunque el nacionalismo, a menudo acendrado, predomina en Europa, las Américas y países asiáticos como Japón y China, en una parte sustancial del mundo, la musulmana, sigue siendo casi tan ajeno como era en el Occidente medieval.
Para que el nacionalismo se impusiera fue necesario que disminuyera el fervor religioso. Fue una cuestión de prioridades, ya que, con la eventual excepción de algunos filósofos, todos necesitan creerse miembros de una comunidad que los trasciende, razón por la que, andando el tiempo, la cristiandad se vería reemplazada por un enjambre de naciones distintas, lo que, desde luego, provocaría un sinnúmero de conflictos porque dirigentes de minorías étnicas y lingüísticas, algunas minúsculas, reclamarían un país propio conformado según los criterios que más les convenían.
En el caso de pueblos dispersos, como el árabe, el nacionalismo importado desde Europa por dirigentes alarmados por el atraso material de sus respectivos países serviría para estimular sueños imperiales, de ahí el panarabismo, pero los movimientos así supuestos sólo resultaron ser injertos foráneos. Aunque el nacionalismo no ha muerto por completo en el mundo musulmán, ya que el presidente egipcio, el militar Abdelfatah al-Sisi, acaba de justificar en términos nacionalistas la campaña punitiva que está librando en Libia donde yihadistas decapitaron a una veintena de cristianos coptos, carece del atractivo del islamismo.
Para una proporción al parecer creciente de musulmanes, "la umma", la comunidad de creyentes, pesa muchísimo más que los efímeros Estados nacionales que se improvisaron en Oriente Medio y el norte de África después del desmembramiento del Imperio Otomano y el repliegue de los europeos o, huelga decirlo, que los Estados de los países a los que tantos han migrado. He aquí la razón por la que una viñeta despectiva publicada en Francia o Dinamarca motivará no sólo manifestaciones de repudio de Malasia, Indonesia, Pakistán, Irak, Turquía y Egipto, sino que también desatará una nueva ola de violencia mortal contra los cristianos de dichos países.
Según las pautas occidentales, no tiene sentido que turbas de energúmenos persigan a los cristianos locales para vengarse de dibujantes que durante años se dedicaron a colmar de insultos crueles al papa de turno, arzobispos, pastores protestantes y fieles comunes inofensivos. Según las pautas imperantes en "la umma", sí lo tiene porque los predicadores han conseguido convencer a muchos de que la cristiandad como tal sigue siéndoles tan hostil como en los tiempos de las Cruzadas. Por absurdo que parezca, desde su punto de vista, los periodistas de "Charlie Hebdo" eran cristianos militantes.
Quienes piensan así suponen que los cristianos, lo mismo que los musulmanes de su propia secta, forman un bloque fuerte y que actuarán en consecuencia, solidarizándose automáticamente con sus correligionarios. Atribuyen la negativa de las potencias occidentales presuntamente cristianas a reaccionar no a la amplitud de miras de los reacios a discriminar a favor o en contra de un culto religioso determinado, sino a la cobardía. Mientras no tengan motivos para cambiar de opinión, el Estado Islámico seguirá expandiéndose a un ritmo vertiginoso.
Yihadistas libios ya han amenazado con desembarcar en Europa para llevar la lucha contra "los cruzados" a Italia, con el Vaticano como objetivo simbólico predilecto. ¿Sería suficiente la llegada al Mezzogiorno de una horda de fanáticos brutales para obligar a los europeos a tomarlos en serio? Si lo fuera, aparte de los cristianos atrapados en países en que corren peligro de ser exterminados, los más perjudicados serían los musulmanes mismos. De resignarse los occidentales a que no todos los cultos religiosos sean igualmente benignos y que en algunas partes del mundo es inútil insistir en distinguir entre las personas sobre la base de su nacionalidad, podrían aprovechar su superioridad militar para aplastar a quienes se han propuesto conquistarlos con métodos nada discriminatorios similares a los empleados para derrotar la Alemania nazi y el Japón imperial.