A pesar de su correcto título, y –al final- también correcto contenido, la nota de La Nación que firma Francisco Jueguen aparecida en la sección Economía del domingo comienza con el tradicional “cliché” que ridiculiza a la clase media argentina presentándola como integrada por personas que pretenden aparentar mayor poder económico del que realmente poseen, que gustan de explotar a quienes se encuentran en inferior condición social en pequeñas actitudes de la vida cotidiana y daría poco menos que la vida por contar con los artefactos simbólicos ejemplificados por el celular, la casa y los colegios privados.
Así se “dibuja” el sector social que define el título, como si esas conductas les fueran exclusivas o aún predominantes.
El preconcepto se apoya en una crítica social puesta de moda a mediados del siglo XX por pensadores “nacional-populistas” entre los cuales descolló Arturo Jauretche, cuando, recién sumado al peronismo, pretendió expresar en varias de sus obras la descalificación tendenciosa de los opositores que, en su gran mayoría, pertenecían a los sectores medios.
Toda generalización es injusta, dice el apotegma. Valga decir, simplemente, que nuestro país muestra sus singularidades positivas en América Latina, curiosamente, como resultado de la acción de sus clases medias. Y ello ocurrió desde que nació el país.
Pertenecieron a las clases medias de entonces nuestros principales próceres. Moreno, Monteagudo, Castelli, Belgrano y la mayoría de los revolucionarios de Mayo. También los constituyentes de 1853. Y la mayoría de nuestros presidentes constitucionales.
Fue de clase media Domingo Faustino Sarmiento y lo fue también Yrigoyen, Frondizi, Illia, y el propio Perón. Se formaron en la educación popular de la clase media nuestros premios nóbeles –Leloir, Houssay, Milstein, Pérez Esquivel, y hasta podríamos mencionar a Saavedra Lamas, que a pesar de su apellido patricio se formó en un hogar de clase media.
Son de clases medias los millones de compatriotas que aportan su trabajo y esfuerzo en innumerables ONGs por las causas más diversas, desde la ayuda a los compatriotas necesitados hasta la solidaridad en la protección del ambiente, la biodiversidad, la prédica por la igualdad de género o la protección a la niñez, contra la trata y por una mejor convivencia.
Son los valores de las clases medias los que se ponen en cadena en la búsqueda de una sociedad con mayor seguridad y protección para nuestras familias y nuestros jóvenes. Son de clase media los integrantes de Cáritas y de las Madres del Dolor, los de Médicos sin Frontera y los de Un techo para mi país, los del Banco de Alimentos y los de las organizaciones de defensa de consumidores.
¿Que los hay también discriminadores, hipócritas, ladrones o tramposos? Seguramente. Como los hay entre los compatriotas de clases altas y bajas. Hay miserables entre todos. Como hay admirables y respetados también entre todos. Hay ricos que han dejado su fortuna por el bien común –tal vez, entre los políticos, Marcelo T. de Alvear sea el ejemplo paradigmático- y hay pobres de solemnidad que han marcado ejemplos de vida –como los innumerables y anónimos padres y madres de hogares humildes golpeados por el narcotráfico que les arrebata sus hijos y la trata que les secuestra sus jóvenes para explotación sexual, pero que no dejan de luchar por sus derechos y su dignidad ante políticos inescrupulosos –normalmente, enriquecidos- que intentan clientelizar su voluntad tomando ventaja de su pobreza y sus necesidades.
Y también hay pobres que cometen delitos atroces, sin justificación ni excusa razonable, tanto como ricos sin vergüenza ninguna al momento de enriquecerse con recursos públicos, contracara de las necesidades básicas insatisfechas de miles de jubilados, pensionados o compatriotas pobres. Las generalizaciones –repito- son siempre injustas.
Desde esta columna hemos expresado varias veces que admiramos a los valores de la clase media argentina. Ella nos dio el país empujando a los timoratos y pudientes –en tiempos fundacionales- hacia caminos de mayor audacia. Ella nos hizo un país con una educación ejemplar. Ella nos dio la Universidad para el pueblo. Ella colonizó nuestra pampa húmeda con la ética del trabajo, sobreponiéndose a la explotación de ricos estancieros. Ella habilitó la movilidad social y sembró de valores de honestidad, valoración del trabajo y el esfuerzo, el ahorro y el respeto.
Y ella, ya en tiempos contemporáneos, nos trajo la democracia y la defensa visceral por los derechos humanos, con el liderazgo de otro de sus hombres, Raúl Alfonsín, al frente de millones de argentinos que no se resignaban a la alianza autoritaria que daba sustento al salvajismo del proceso, y que comprendía un arco en el que algunos exponentes de los otros extremos –de arriba y de abajo- delataban, apresaban, torturaban y ejecutaban, sin sentimiento ni vergüenza, a miles de compatriotas.
Las cosas, entonces, en su lugar. Trabajemos por un país plural y abierto, dinámico y libre, justo y democrático. Construyámoslo entre todos –ricos, “medios” y pobres-. Recuperemos el orgullo de vivir en un estado de derecho con vigencia de la ley y el no menor orgulloso sentimiento de respetarnos los unos a los otros.
Juntemos esfuerzos por mejorar nuestra convivencia tendiendo hacia cada vez más cuotas de equidad e inclusión social. Y entendamos que una sociedad plural nos necesita a todos, sin los fáciles y negativos clichés de los que –si tuviéramos mala intención- muy pocos quedarían exceptuados.
Así se “dibuja” el sector social que define el título, como si esas conductas les fueran exclusivas o aún predominantes.
El preconcepto se apoya en una crítica social puesta de moda a mediados del siglo XX por pensadores “nacional-populistas” entre los cuales descolló Arturo Jauretche, cuando, recién sumado al peronismo, pretendió expresar en varias de sus obras la descalificación tendenciosa de los opositores que, en su gran mayoría, pertenecían a los sectores medios.
Toda generalización es injusta, dice el apotegma. Valga decir, simplemente, que nuestro país muestra sus singularidades positivas en América Latina, curiosamente, como resultado de la acción de sus clases medias. Y ello ocurrió desde que nació el país.
Pertenecieron a las clases medias de entonces nuestros principales próceres. Moreno, Monteagudo, Castelli, Belgrano y la mayoría de los revolucionarios de Mayo. También los constituyentes de 1853. Y la mayoría de nuestros presidentes constitucionales.
Fue de clase media Domingo Faustino Sarmiento y lo fue también Yrigoyen, Frondizi, Illia, y el propio Perón. Se formaron en la educación popular de la clase media nuestros premios nóbeles –Leloir, Houssay, Milstein, Pérez Esquivel, y hasta podríamos mencionar a Saavedra Lamas, que a pesar de su apellido patricio se formó en un hogar de clase media.
Son de clases medias los millones de compatriotas que aportan su trabajo y esfuerzo en innumerables ONGs por las causas más diversas, desde la ayuda a los compatriotas necesitados hasta la solidaridad en la protección del ambiente, la biodiversidad, la prédica por la igualdad de género o la protección a la niñez, contra la trata y por una mejor convivencia.
Son los valores de las clases medias los que se ponen en cadena en la búsqueda de una sociedad con mayor seguridad y protección para nuestras familias y nuestros jóvenes. Son de clase media los integrantes de Cáritas y de las Madres del Dolor, los de Médicos sin Frontera y los de Un techo para mi país, los del Banco de Alimentos y los de las organizaciones de defensa de consumidores.
¿Que los hay también discriminadores, hipócritas, ladrones o tramposos? Seguramente. Como los hay entre los compatriotas de clases altas y bajas. Hay miserables entre todos. Como hay admirables y respetados también entre todos. Hay ricos que han dejado su fortuna por el bien común –tal vez, entre los políticos, Marcelo T. de Alvear sea el ejemplo paradigmático- y hay pobres de solemnidad que han marcado ejemplos de vida –como los innumerables y anónimos padres y madres de hogares humildes golpeados por el narcotráfico que les arrebata sus hijos y la trata que les secuestra sus jóvenes para explotación sexual, pero que no dejan de luchar por sus derechos y su dignidad ante políticos inescrupulosos –normalmente, enriquecidos- que intentan clientelizar su voluntad tomando ventaja de su pobreza y sus necesidades.
Y también hay pobres que cometen delitos atroces, sin justificación ni excusa razonable, tanto como ricos sin vergüenza ninguna al momento de enriquecerse con recursos públicos, contracara de las necesidades básicas insatisfechas de miles de jubilados, pensionados o compatriotas pobres. Las generalizaciones –repito- son siempre injustas.
Desde esta columna hemos expresado varias veces que admiramos a los valores de la clase media argentina. Ella nos dio el país empujando a los timoratos y pudientes –en tiempos fundacionales- hacia caminos de mayor audacia. Ella nos hizo un país con una educación ejemplar. Ella nos dio la Universidad para el pueblo. Ella colonizó nuestra pampa húmeda con la ética del trabajo, sobreponiéndose a la explotación de ricos estancieros. Ella habilitó la movilidad social y sembró de valores de honestidad, valoración del trabajo y el esfuerzo, el ahorro y el respeto.
Y ella, ya en tiempos contemporáneos, nos trajo la democracia y la defensa visceral por los derechos humanos, con el liderazgo de otro de sus hombres, Raúl Alfonsín, al frente de millones de argentinos que no se resignaban a la alianza autoritaria que daba sustento al salvajismo del proceso, y que comprendía un arco en el que algunos exponentes de los otros extremos –de arriba y de abajo- delataban, apresaban, torturaban y ejecutaban, sin sentimiento ni vergüenza, a miles de compatriotas.
Las cosas, entonces, en su lugar. Trabajemos por un país plural y abierto, dinámico y libre, justo y democrático. Construyámoslo entre todos –ricos, “medios” y pobres-. Recuperemos el orgullo de vivir en un estado de derecho con vigencia de la ley y el no menor orgulloso sentimiento de respetarnos los unos a los otros.
Juntemos esfuerzos por mejorar nuestra convivencia tendiendo hacia cada vez más cuotas de equidad e inclusión social. Y entendamos que una sociedad plural nos necesita a todos, sin los fáciles y negativos clichés de los que –si tuviéramos mala intención- muy pocos quedarían exceptuados.