“El mundo creía que éramos Gardel”; “mis padres hicieron la América, mis nietos quieren emigrar”; “aunque no se nacionalizó, mi padre era feliz en Argentina, le gustaba mucho”; “nunca pensaron en volver a Europa” Por Claudia Peiró Camila Hernandez Otaño De los 8 millones y medio de habitantes que tenía la Argentina en 1921, casi dos millones eran extranjeros, un 23 por ciento. Luego de una pausa de 4 años provocada por la guerra (1914-18), el flujo de inmigrantes de ultramar hacia la prometedora nación sudamericana se reanudó rápidamente.
Ya en 1920, el saldo migratorio volvió a ser positivo, con casi 40.000 ingresos y en 1923 ascendió a 160.799 (Informe demográfico, Ministerio de Hacienda, 1956, citado por Francis Korn, en Buenos Aires: los huéspedes del 20, GEL, 1989). En su inmensa mayoría eran italianos y españoles, pero al puerto de Buenos Aires en aquellos años llegaban barcos de compañías inglesas, francesas, italianas, alemanas, holandesas, norteamericanas, noruegas, portuguesas y hasta japonesas, que traían su carga de mercancías pero también, sobre todo, de pasajeros, el grueso de ellos inmigrantes.
Gracias al aporte migratorio, la Argentina se pobló: en un cuarto de siglo la población se duplicó, pasando de 3,6 millones en 1890 a 7,2 millones en 1914.
El Estado argentino fomentaba la inmigración con leyes, propaganda y un hotel para alojarlos a su llegada, pero el país atraía en sí mismo por las posibilidades de ascenso social que ofrecía.
Jens Petersen es un ejemplo del recorrido que como él hicieron miles. Nacido en 1902 en Dinamarca, con 19 años emigró hacia la Argentina. Atrás dejó una novia, Oda Nielsen, con la cual pensaba casarse apenas lograra establecerse. Cuando ella llegó a Buenos Aires, en 1924, Jens ya había podido comprar una casa en Liniers. Había castellanizado su nombre, ahora era Jaime. Sus dos hijos, Bent, nacido en 1930, e Inés Inge, en el 36, fueron profesionales universitarios. De su país, Jaime Petersen sólo trajo el título secundario bajo el brazo, pero hablaba alemán e inglés, algo usual en los daneses. Aprendió el oficio de administrador de empresas ejerciéndolo y fue contador de firmas importantes, como la óptica Catton y la confitería El Molino.
“Teníamos un buen pasar -recuerda su hija, Inés Inge Petersen-, teníamos auto, la casa, comprada con un préstamo del Banco Holandés, teléfono, gas, éramos socios de Ferro, donde mi madre jugaba al tenis, veraneábamos en Necochea y mi hermano y yo fuimos a colegios privados”.
Primero, a un colegio alemán, para seguir la tradición, pero cuando le tocó el turno a Inés, había estallado la guerra. Enojados con Alemania, Oda y Jaime pasaron a los hijos al Colegio Ward de Ramos Mejía, protestante.
“Nuestros padres esperaban que ambos fuésemos a la universidad. Mi hermano fue ingeniero agrónomo, especialista en trigo, fue profesor en la UBA. Y yo médica”, cuenta Inés, que llegó a dirigir el hospital pediátrico de Resistencia (Chaco) y luego en Asunción organizó y administró una Escuela de Enfermería.
La tercera generación Petersen, los nietos de Oda y Jaime, también son profesionales.
Antonio Jurado y Dolores Jaime llegaron al país a mediados de los años 20 con sus seis hijos. Otros dos nacieron en Argentina, en Tres Arroyos. El matrimonio era oriundo de Villanueva, Málaga. Ambos tenían solamente estudios primarios. Dolores era costurera.
“Emigraron en busca de un presente y futuro estable -dice su hijo, José Jurado Jaime, que nació en España justo antes de que sus padres se embarcasen hacia Buenos Aires-. La situación sociopolítica allá era caótica”.
“Mi padre logró progresar, crió y alimentó a 10 personas, en casa jamás faltó comida, ni ropa. Los 8 hijos se formaron todos en oficios. La aspiración era conseguir un buen trabajo, y de lo que fuese”.
Salvo durante la crisis del 30, cuando casi no había trabajo, se vivía con tranquilidad.
LA ARGENTINA DE YRIGOYEN
El año 1921 era el penúltimo de la primera presidencia Hipólito Yrigoyen. Su ascenso al poder, cinco años antes, en 1916, había significado una democratización de la Argentina, gracias a la Ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio permitiendo el ascenso del radicalismo al poder luego de que Yrigoyen intentara varias veces la vía insurreccional.
La ampliación de la representación política que significó la Ley Sáenz Peña se vio en buena medida impulsada por la inmigración y el consecuente crecimiento demográfico del país.
Los hijos de los primeros inmigrantes, que la prosperidad había convertido en profesionales, comerciantes y artesanos prósperos o aspirantes a serlo, conformaban parte de la clientela de un partido que podía ser vehículo para la participación política de estos nuevos sectores sociales hasta entonces excluidos.
“El radicalismo sirvió de vínculo entre el pasado argentino y los productos del transplante inmigratorio, que por su conducto recibieron la savia espiritual de la nueva patria”, escribe, no sin poesía, Ernesto Palacio en su Historia de la Argentina. “(El radicalismo) expresaba un anhelo de vida legal y el goce de los derechos reconocidos en la letra y burlados en la práctica….”, agrega.
Yrigoyen no defraudó esas expectativas de participación: para escándalo de cierta élite conservadora, incorporó a su gobierno a muchos elementos de esa pequeña burguesía con aspiraciones.
En 1922, terminaba su gestión con un alto índice de popularidad. Había hecho un gobierno reformista en lo social y nacionalista en lo económico e internacional. La libertad de prensa era total, al punto de permitir la injuria al Presidente, que hasta era tratado de “enfermo delirante” (citado por Jorge Abelardo Ramos, Revolución y contrarrevolución en la Argentina. La Bella Época).
Aunque la atravesaban algunas grietas -rupturistas verus neutralistas (según la postura ante la guerra europe), Florida versus Boedo (en la literatura) y, en el seno mismo del oficialismo, personalistas versus antipersonalistas (o yrigoyenistas y anti-yrigoyenistas)-, la Argentina prosperaba y prometía y seguía atrayendo inmigrantes.
La economía crecía, la Universidad se reformaba y modernizaba y la Argentina pastoril se iba volviendo poco a poco agricultora, de la mano de la inmigración. Entre 1921 y 1929, llegaron 526. 638 inmigrantes (Informe de Estadística, Min de Agricultura, 1929, citado por Francis Korn, op.cit.). El 55 por ciento de estos recién llegados se declaraban agricultores.
Pero la Argentina no atraía sólo a europeos expulsados de sus países por la falta de trabajo, el hambre o la guerra: emigrar hacia nuestro país representaba un ascenso social incluso para un ingeniero doctorado en Bolonia, la Harvard italiana, que tenía un prometedor empleo, como Enrique Petrella, nacido en el 1900 en la región de los Abruzos.
“Mi padre se hizo amigo de Fermo Marelli, el nieto de Ercole Marelli, fundador de “Magneti Marelli”, una fábrica de productos de ingeniería que hoy es parte de FIAT -cuenta el ex Secretario de Relaciones Internacionales de la cancillería argentina, Fernando Petrella-. El ingresó en Marelli, pero para buscar nuevos horizontes vino a Argentina y llegó a Presidente de Marelli para Argentina y Uruguay y también fue presidente de la Cámara de Comercio Argentino-Italiana”.
“Recuerdo a mi padre siempre feliz con la Argentina de entonces y optimista sobre el país. Otras épocas, otra gente, otros códigos”.
Fernando Petrella subraya que su padre fue un gran jinete y un gran esgrimista y que en su tiempo se ponía mucho énfasis en ese tipo de deportes, originados en actividades que el hombre debía conocer para sobrevivir: esgrima, tiro, vela y equitación.
“La familia es en realidad originaria de un pueblo que se llama Petrella del Salto. Supongo que ahora les pagarían para que vayan a recuperar una casa. En aquel entonces, el mundo creía que éramos Gardel en realidad hasta no hace mucho lo seguía creyendo”.
Entre 1857 y 1914 vinieron cerca de 6 millones de inmigrantes, de los cuales 3,3 millones se radicaron definitivamente en el país.
La inmigración alcanzó su mayor ritmo entre 1880 y 1900, pero hacia 1921 seguía siendo elevada.
Ana Obarrio nació en 1933. Su padre, Juan Obarrio, fue médico psiquiatra en el Hospital Rivadavia. Su madre, Matilde Senoraz, ama de casa. Como era bastante habitual en la época, fueron una familia numerosa: 10 hijos.
“Mi padre era tenista. Me hizo jugar al tenis toda la vida. Los proyectos que tenían eran los referidos al trabajo y al estudio, en especial para los varones; tres de ellos lo lograron; para las mujeres, se trataba de ser buenas madres.
Personalmente, tenía sueños de grandeza para la patria, los plasmé en mis hijos y nietos”.
“¿Qué dirían mis padres de la situación actual?: nos alentarían a que sigamos luchando por una patria mejor. No se vayan, es lo que dirían”, sostiene Ana.
El padre de Nelly Aguilera (87), Francisco Aguilera, nació en Granada y con apenas un mes de vida emigró hacia Argentina con su familia. Era el año 1907. Su madre, Ana Valfre, nació en Buenos Aires.
Partieron por la difícil situación económica europea. Buscaban progresar en la Argentina, vinieron por la perspectiva de un futuro lleno de posibilidades. Apenas terminada la primaria, empezaron a trabajar.
Tuvieron dos hijos, Nelly, y su hermano. Ella quiso ser bioquímica pero no la dejaron estudiar. Ese lugar fue para su hermano, que finalmente no se recibió. Ella debía quedarse en la casa ayudando a su madre.
“Mi madre estaba metida en los comercios de mi padre, tanto en la Capital, como en el hotel que tuvieron en el Delta de Tigre, aunque desde la cocina. La suya era una vida más tranquila y casera, dedicada al marido y a los hijos”. Su padre era muy trabajador, autoritario, su hobby era la caza. “Íbamos a misa, al cine, y al teatro. Salíamos poco a comer. Las vacaciones no existían. Recién cuando cumplí 20 años, salí de viaje por primera vez”.
Nelly se casó a los 20 años, tuvo un hijo, que es universitario. “Para mí fue un progreso. Mis padres hicieron la América; hoy mis nietos se quieren escapar porque están tristes con la Argentina. Espero que esto se resuelva”.
Los Obarrio se criaron en San Isidro. En esos tiempos, los niños jugaban en la calle, al aire libre, muy sueltos.
Para medir el abismo en materia de seguridad con la situación actual, baste saber que Inés Petersen hizo toda la primaria yendo sola a la escuela: cruzaba la avenida Rivadavia, que en ese tiempo tenía tranvía, tomaba el tren en Liniers y bajaba dos estaciones después, en Ramos Mejía, desde donde caminaba 5 cuadras hasta el Colegio Ward.
Muchas mujeres eran relegadas a un segundo plano respecto del varón, al que estaba reservado el estudio en primer lugar. Pero eso no era una regla absoluta. “Aunque mi madre tenía debilidad por mi hermano Bent, nos mandaba a los dos a lavar los platos: un día me tocaba a mí, el otro a él. En eso nos educaron igualitariamente. Le daban muchísima importancia a nuestra educación y promovieron que los dos fuésemos a la universidad”, cuenta Inés Petersen.
Y agrega: “No les interesó la política, pero sí recuerdo que mi padre se enojaba mucho por las promesas incumplidas: lo ponía loco que el gobierno no honrara sus compromisos. La falta de palabra era algo inaceptable para él.
Él creía en la palabra. La otra cosa que le molestaba era la inestabilidad; el cambio constante de reglas y de contexto. Pero nunca pensaron en regresar. A pesar de que no se habían nacionalizado y se seguían sintiendo dinamarqueses, Argentina era su hogar. Mi padre era feliz en Argentina, le gustaba mucho.”
Los inmigrantes de ultramar, al igual que los migrantes del interior del país, llegaban a una ciudad que reflejaba sus altas aspiraciones en la estética urbana: florecían en Buenos Aires los palacetes y mansiones, todo se construía con espíritu de grandeza y pensando a largo plazo.
Las familias pudientes pero también los gobiernos importaban arquitectos de Europa para replicar aquí los mejores edificios, jardines y monumentos. Residencias de estilo español, francés o italiano rivalizaban en buen gusto. Carlos Thays diseñaba el parque Tres de Febrero, popularizado como Palermo, uno de los más grandes del mundo, que poco tenía que envidiar al parisino Bois de Boulogne.
Hasta las esculturas eran importadas, cuando no los mismos escultores; Auguste Rodin pasó una temporada en Buenos Aires a comienzos del siglo XX y varias de sus creaciones están diseminadas por la ciudad..
La Capital se ornamentaba también con los monumentos obsequiados para el Centenario por las distintas colectividades ya presentes en el país.
Como lo escribió Mario Chiesa en un artículo reciente, “fueron incorporados al patrimonio cultural e histórico de la Nación Argentina, en 1910, el monumento de los franceses, en 1914, el de los suizos, en 1916, el de los británicos –la Torre de los Ingleses–, en 1918, el de los alemanes –la Fuente alemana–, en 1921, el de los italianos, o “Monumento a Colón”, y en 1927, el de los españoles”.
Se miraba hacia Europa y se copiaba lo mejor: el Teatro Colón (1908), el Plaza Hotel (1909), la Casa Gath y Chaves, el Palacio del Congreso, la avenida de Mayo...
“La armónica belleza que le da realce está dada por la reglamentación que actualmente rige solo para esta gran arteria moderna, referida a la altura mínima de la edificación”, dice Francis Korn en el libro citado sobre la avenida de Mayo, comentario que destaca con más crueldad aún que el caos normativo actual en las construcciones resulta de la ausencia de toda aspiración de estética urbana.
“Mi madre, Armida, nació en 1913. Mi familia materna, los Vannelli, eran originarios de la Toscana -dice Fernando Petrella-. Eran arquitectos y vinieron alrededor de 1870, después de Urquiza, para construir las estaciones de ferrocarril. Estaban muy orgullosos de Argentina y nunca pensaron en volver a Europa.
En los años 40, 50, yo los escuchaba expresar una gran esperanza y el orgullo de haber venido a la Argentina. Se ve que eran bastante buenos como arquitectos porque hicieron la obra del Ministerio de Agricultura, también el Ministerio de Hacienda cuyas piezas de mármol aguantaron la metralla en el bombardeo del 16 de junio del 55. También hicieron parte del autódromo, y el barrio Evita de Saavedra. Uno de mis tíos, Fernando, medalla de oro de Arquitectura, la conoció a Evita y contaba que ella nunca le pidió cosas raras ni que se afiliara al partido ni nada, para trabajar”.
¿Qué pensarían de la arquitectura de hoy?
“Es lo que siempre le digo a la gente de la Ciudad: tienen que ser más cuidadosos en los permisos de construcción, se nota un descuido en los frentes de las casas; o deberían darles facilidades impositivas a los que construyen para que preserven los frentes”, dice Petrella.
La triste arquitectura de hoy, con sus fachadas sin alma, pretendidamente modernas y en realidad vacías de sentido, no es más que el reflejo estético de la declinación de la voluntad de ser de una clase dirigente incapaz de encender la imaginación de los argentinos porque carece de sueños y de proyectos.
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