El jueves 15 de septiembre de 2011 Sebastián Pereira salió de su casa en Francisco Álvarez y caminó hacia la parada del colectivo ubicada sobre la Ruta 7 (Moreno, provincia de Buenos Aires). En ese momento, hace ya una década, tenía 17 años y era cinturón negro de Taekwondo. Mientras esperaba el 1, para llegar a la Sociedad de Fomento donde impartía clases del arte marcial, vio a cuatro personas (que iban tomando alcohol del pico de una botella) acercarse hacia él. Eran las 19.30 y, aunque no había anochecido, empezó a sentirse intranquilo. Para no “perseguirse”, dice, se calzó los auriculares y puso música. “Enseguida sentí movimiento atrás mío. Cuando me di vuelta, había alguien apuntándome con un revólver a un metro y medio de distancia”, recuerda el joven. “Si me hubiera pedido el bolso, se lo hubiera dado.
No tenía elementos de valor ahí adentro, solo los guantes y las botas para entrenar. Tampoco tenía plata: había salido con lo justo para pagar el boleto de ida y vuelta”, agrega.
El intento de robo duró unos segundos. No hubo forcejeos ni intercambio de palabras. Lo que sí hubo fue un disparo, que Sebastián describe como “un ruido”. “Ellos salieron corriendo y yo me fui con la cabeza tapada de esta forma (extiende su mano y la coloca en la parte superior de la frente, por donde ingresó la bala) a pedir ayuda a la ruta”, recapitula.
“No sé cuántos minutos estuve, pero para mí fue una eternidad. Hasta que frenó una moto y me ayudó a pedir auxilio. Después paró un auto con una pareja de señores mayores que iba camino al cine. Roberto y Estela Repetto se llamaban. Ellos me llevaron al hospital”, cuenta Sebastián.
Primero fueron al Hospital de Moreno, pero ahí no quisieron atenderlo. Entonces se dirigieron a la Clínica Mariano Moreno, donde le hicieron una radiografía. En la imagen, que Sebastián digitalizó y compartió con Infobae, se ve su cráneo y, en el centro, un punto. Es la bala que le gatillaron.
Si vuelve a ese instante, dice que no sintió dolor. “Estaba normal, solo un poco débil y con la vista algo borrosa”, cuenta. Para ese momento, sus padres (Robert y Nancy) ya habían tomado conocimiento de la noticia y decidieron trasladarlo al Hospital General Rodríguez.
La idea, explica el joven, era operarlo para quitarle la bala de la cabeza. “Cuando me ingresaron al quirófano yo tenía mucho más pelo que ahora y lo tenía largo hasta los hombros. Recuerdo que me lo empezaron a cortar con el bisturí y sentí un dolor tremendo. Le dije: ‘¿Me podés dormir primero?’. Ahí fue que me anestesiaron”, recuerda
A la mañana siguiente, amaneció con un vendaje. La cicatriz, que conserva al día de hoy pero camuflada por sus rulos, es una especie de “media luna” que va desde el extremo derecho del cráneo hasta la sien izquierda.
Para su sorpresa, los médicos le abrieron la cabeza pero decidieron no sacar el proyectil.
“La explicación que me dieron es que al estar alojado en la hoz del cerebro (una membrana vertical situada en el interior del cráneo que separa el hemisferio cerebral derecho del izquierdo) era más probable que, en el mejor de los casos, yo me muera antes de quedar paralítico o ciego u otra cosa más grave. ‘Mejor lo dejamos ahí y cuando sea total y absolutamente necesario, ahí lo sacamos’, me dijeron”.
Consultado acerca del tema, Mariano Pirozzo, Neurocirujano de la Clínica la Sagrada Familia y del Hospital El Cruce sostiene que, en general, el objetivo de las cirugías en pacientes que sobreviven a lesiones por armas de fuego en cráneo no es remover las esquirlas sino aliviar la presión intracraneal producida por inflamación o sangrados. “La principal indicación para quitar esquirlas es cuando perpetúan infecciones, sino, no se tocan”, explica.
UN ANTES Y UN DESPUÉS
Cuatro días más tarde, Sebastián Pereira recibió el alta médica y pudo regresar a su casa. El postoperatorio, dice, fue duro. “Empecé a tener unos dolores de cabeza que no se me pasaban con nada. Dormía una o dos horas seguidas y me despertaba. En ese momento me habían recetado paracetamol y aspirinas pero no me hacían efecto. El dolor era generalizado e insoportable. Le decía a mi madre: ‘Me duele demasiado. Por favor, que me operen y me saquen la bala’”, cuenta.
-¿Cuánto tiempo te duró este malestar?
-Habrán sido tres o cuatro meses más o menos. Como no podía dormir hacía otras cosas para distraerme: dibujaba, pintaba mandalas o estaba con los videojuegos. Al final se descubrió que era una bala calibre 22. En la jerga le dicen “la bala que camina” porque cuando entra se desvía, hace curvas, se mueve en zigzag. A veces queda alojada, pero con el tiempo se mueve. Ese era el miedo que teníamos todos. Por eso dejé Taekwondo, por temor a recibir una patada, un golpe y que eso moviera la bala.
-¿De qué manera te impactó anímicamente?
-Mal. Me deprimí mucho. Yo practicaba Taekwondo desde los ocho años: era cinturón negro y docente desde los 15. Quería mucho a mis alumnos, eran muy prometedores. Por otro lado, en mi casa se empezó a respirar una sensación de miedo constante. Mi familia estaba asustada, tenían miedo de que yo me mueva o respira. Mi mamá me sobreprotegió un montón.
-¿Cómo siguieron tus días?
-Pude volver a la escuela. Me costó, pero rendí los exámenes y me gradué. Ese año, el 2011, había arrancado mal. A mediados de marzo, tuve un accidente doméstico y me quemé el brazo, el cuello y parte de la cara. Estuve internado así que tuve que pausar el colegio varias semanas. Unos meses después me pasó lo de la bala. Mis compañeros no lo podían creer. Empezaron a decirme que tenía nueve vidas, porque cada vez que me pasaba algo sobrevivía. Al año siguiente empecé con la carrera de enfermería.
¿En algún momento pensaste que el hecho de tener la bala en el cerebro podía traerte, por ejemplo, problemas cognitivos?
-No porque donde está, en la hoz, no hay nada. Según me explicaron, entró por el frontal derecho y se desvió justito para no tocar nada. Después de diez años, los neurocirujanos creen que la bala quedó alojada y ya sería difícil que se mueva. De hecho, en una de las últimas consultas, me dijeron que ya podría volver a hacer Taekwondo. Cada tanto lo pienso porque es un arte que me encanta y que de verdad extraño muchísimo. Pero por ahora no me he animado. Fuera de eso, llevo una vida normal. Salgo a recorrer, cada tanto, y hago ejercicio.
-¿Siempre supiste que querías ser enfermero o lo decidiste después de este episodio?
-En realidad yo quería ser médico neurocirujano. Arranqué con enfermería, como hacen muchos, pensando que iba a ser un paso previo. Pero después de lo que me pasó me di cuenta de lo importante que son los enfermeros y, a pesar del estrés del último año con la pandemia, disfruto mucho haciendo ese trabajo.
-¿Alguna vez te llegó un paciente con un proyectil en la cabeza?
-Hace casi siete años que soy enfermero. Trabajo en el Instituto Médico de Alta Complejidad (IMAC) y he visto personas a las que les pasó lo mismo que a mí y no corrieron con tanta suerte. Es decir, se recuperaron, pero no del todo bien. Termina siendo algo asombroso la suerte que tuve ese día. Una en un millón.
En todos estos años, ¿hubo algún momento en que te hayas olvidado de la presencia de la bala?
-Lamentablemente me acuerdo todos los días porque, desde que salí del hospital, llevo colgada una placa que dice: “No hacer resonancias” y mi número de documento. Según los médicos, una de las probabilidades es que la bala esté recubierta de metal. Si me llegan a encontrar desmayado y me hacen una resonancia magnética, eso podría mover la bala o hacerla explotar.
-¿Sabés qué pasó con las personas que te quisieron robar?
-Sí. Eran cuatro hermanos y vivían por el barrio. Parece que estaban drogados y pasados de alcohol. El mayor, que fue el que me disparó, se terminó ahorcando en la cárcel.
-Eso, ¿qué te generó?
-El que roba y dispara a matar para robar es una basura. Mi punto de vista de eso nunca cambió ni nunca cambiará. Lo que sí cambió fue mi perspectiva sobre la vida. Después de esto dije: “No somos nada. Hoy estamos, mañana no sabemos”.
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