Como se sabe, tres fanáticos islamistas penetraron en la redacción de una revista satírica en París, asesinaron a 12 personas e hirieron a otras tantas, algunas de ellas muy gravemente. Una verdadera carnicería.
Mientras disparaban gritaban que vengaban a Mahoma y aseguraban que Alá era grande. La revista, Charlie Hebdo, había publicado dibujos que los asesinos calificaban como blasfemos y ofensivos. Desde su perspectiva, estos criminales se percibían como instrumentos de la virtud religiosa en su lucha contra los infieles.
En realidad, Charlie Hebdo no era particularmente antiislámica. Como corresponde al género, era antitodo. El humor satírico siempre es contra alguien. Se burlaba de Mahoma, del Papa, del Presidente y del sursuncorda.
Bastaba con que fuera una criatura encumbrada, y más aún si proyectaba una imagen pomposa, para que la revista le lanzara sus dardos envenenados. Mucho más irreverente que la caricatura contra un Mahoma preocupado porque estaba rodeado de idiotas, era la del papa Benedicto XVI enamorando a un guardia suizo con un gesto lánguidamente homosexual.
El peor de los fanatismos es el religioso. Se basa en certezas absolutas. Cuando alguien está seguro de que tiene a Dios de su lado no le tiembla el pulso. Es lo que acabamos de ver en París. Y este peligro se acrecienta cuando existen libros sagrados de los que se asegura que tras su redacción está la inspiración divina. A veces el mismo libro sagrado, la Biblia, es el punto de partida de tres religiones hostiles y distintas, aunque engendradas por el padre Abraham: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.
Las tres religiones abrahámicas son monoteístas, lo que acaso las hace más riesgosas. Cuando hay muchos dioses, como en el hinduismo actual o en el clásico Olimpo griego, y cuando no hay libros sagrados, sino tradiciones orales borrosas, los seres humanos tienen más espacio para la diversidad y existen menos motivos para las persecuciones religiosas. Suelen matarse por otras cosas, pero no por ésa.
Los fanáticos religiosos pueden ser muy crueles cuando se trata de reprimir a los blasfemos. En la Europa cristiana, durante la Edad Media y el Renacimiento, era frecuente taladrarles la lengua a los blasfemos cuando la ofensa era general, pero se podía llegar a la ejecución, casi siempre mediante la hoguera, cuando se trataba de una blasfemia herética y se ponía en duda, por ejemplo, el dogma del Espíritu Santo.
A Cayetano Ripoll, la última víctima de las autoridades cristianas que perseguían las blasfemias, lo mataron en Valencia en 1826 acusado de “deísta”, medio siglo después de haberse iniciado la revolución americana y de que James Watts perfeccionara la máquina de vapor. La modernidad no acababa de entrar en España.
Ripoll era un maestro bueno y serio que despedía sus clases diciendo “Alabado sea Dios” en lugar de “Ave María purísima”. Para sus severos jueces era evidente que tenía que morir por decir cosas así. Como incinerarlo en la hoguera parecía excesivo, lo hicieron ahorcar, pero pintaron unas llamas en el barril en que lo enterraron. Los blasfemos debían consumirse en las llamas del infierno.
Pero esa barbaridad, al fin y al cabo, ocurrió hace un par de siglos. El código penal del Pakistán de hoy le depara la muerte a todo aquel que ofenda la memoria de Mahoma.
A la pobre campesina cristiana Bibi Asia la han condenado a la horca por beber agua en el mismo cazo que sus compañeras musulmanas, y por haber defendido a Cristo en la trifulca donde le reprocharon sus creencias: “Cristo murió en la cruz por salvarnos –gritó–, ¿qué sacrificio hizo Mahoma por la humanidad?”. Un ministro y un gobernador que salieron a la palestra a defenderla y a pedir clemencia para la muchacha fueron asesinados. Allí no se andan con chiquitas.
Una de las medidas más exactas de la calidad de una sociedad es la tolerancia frente a la irreverencia. Los tiranos no son capaces de aceptar las burlas. Hitler, Stalin, Franco, no permitían caricaturas que los ridiculizaran. En Cuba la primera publicación que clausuró Fidel Castro fue un semanario humorístico llamado Zig-Zag. A partir de ese punto se prohibieron los retratos humorísticos del Comandante y se liquidó cualquier vestigio de libertad de prensa.
El peor síntoma del extremismo islámico es la intolerancia. Se ha dicho muchas veces, pero es cierto: mientras en las sociedades islámicas no penetre y triunfe el espíritu de la Ilustración –suelto en el mundo desde el siglo XVII–, no hay nada que hacer. Necesitan urgentemente un Voltaire que les sacuda la conciencia.
Mientras disparaban gritaban que vengaban a Mahoma y aseguraban que Alá era grande. La revista, Charlie Hebdo, había publicado dibujos que los asesinos calificaban como blasfemos y ofensivos. Desde su perspectiva, estos criminales se percibían como instrumentos de la virtud religiosa en su lucha contra los infieles.
En realidad, Charlie Hebdo no era particularmente antiislámica. Como corresponde al género, era antitodo. El humor satírico siempre es contra alguien. Se burlaba de Mahoma, del Papa, del Presidente y del sursuncorda.
Bastaba con que fuera una criatura encumbrada, y más aún si proyectaba una imagen pomposa, para que la revista le lanzara sus dardos envenenados. Mucho más irreverente que la caricatura contra un Mahoma preocupado porque estaba rodeado de idiotas, era la del papa Benedicto XVI enamorando a un guardia suizo con un gesto lánguidamente homosexual.
El peor de los fanatismos es el religioso. Se basa en certezas absolutas. Cuando alguien está seguro de que tiene a Dios de su lado no le tiembla el pulso. Es lo que acabamos de ver en París. Y este peligro se acrecienta cuando existen libros sagrados de los que se asegura que tras su redacción está la inspiración divina. A veces el mismo libro sagrado, la Biblia, es el punto de partida de tres religiones hostiles y distintas, aunque engendradas por el padre Abraham: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo.
Las tres religiones abrahámicas son monoteístas, lo que acaso las hace más riesgosas. Cuando hay muchos dioses, como en el hinduismo actual o en el clásico Olimpo griego, y cuando no hay libros sagrados, sino tradiciones orales borrosas, los seres humanos tienen más espacio para la diversidad y existen menos motivos para las persecuciones religiosas. Suelen matarse por otras cosas, pero no por ésa.
Los fanáticos religiosos pueden ser muy crueles cuando se trata de reprimir a los blasfemos. En la Europa cristiana, durante la Edad Media y el Renacimiento, era frecuente taladrarles la lengua a los blasfemos cuando la ofensa era general, pero se podía llegar a la ejecución, casi siempre mediante la hoguera, cuando se trataba de una blasfemia herética y se ponía en duda, por ejemplo, el dogma del Espíritu Santo.
A Cayetano Ripoll, la última víctima de las autoridades cristianas que perseguían las blasfemias, lo mataron en Valencia en 1826 acusado de “deísta”, medio siglo después de haberse iniciado la revolución americana y de que James Watts perfeccionara la máquina de vapor. La modernidad no acababa de entrar en España.
Ripoll era un maestro bueno y serio que despedía sus clases diciendo “Alabado sea Dios” en lugar de “Ave María purísima”. Para sus severos jueces era evidente que tenía que morir por decir cosas así. Como incinerarlo en la hoguera parecía excesivo, lo hicieron ahorcar, pero pintaron unas llamas en el barril en que lo enterraron. Los blasfemos debían consumirse en las llamas del infierno.
Pero esa barbaridad, al fin y al cabo, ocurrió hace un par de siglos. El código penal del Pakistán de hoy le depara la muerte a todo aquel que ofenda la memoria de Mahoma.
A la pobre campesina cristiana Bibi Asia la han condenado a la horca por beber agua en el mismo cazo que sus compañeras musulmanas, y por haber defendido a Cristo en la trifulca donde le reprocharon sus creencias: “Cristo murió en la cruz por salvarnos –gritó–, ¿qué sacrificio hizo Mahoma por la humanidad?”. Un ministro y un gobernador que salieron a la palestra a defenderla y a pedir clemencia para la muchacha fueron asesinados. Allí no se andan con chiquitas.
Una de las medidas más exactas de la calidad de una sociedad es la tolerancia frente a la irreverencia. Los tiranos no son capaces de aceptar las burlas. Hitler, Stalin, Franco, no permitían caricaturas que los ridiculizaran. En Cuba la primera publicación que clausuró Fidel Castro fue un semanario humorístico llamado Zig-Zag. A partir de ese punto se prohibieron los retratos humorísticos del Comandante y se liquidó cualquier vestigio de libertad de prensa.
El peor síntoma del extremismo islámico es la intolerancia. Se ha dicho muchas veces, pero es cierto: mientras en las sociedades islámicas no penetre y triunfe el espíritu de la Ilustración –suelto en el mundo desde el siglo XVII–, no hay nada que hacer. Necesitan urgentemente un Voltaire que les sacuda la conciencia.
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