Marc Bassets 30 JUL 2021 - 00:40 GMT-3 La vida de Saint-Tropez podría dividirse en un antes y un después de que Brigitte Bardot rodara en esta población costera francesa Y Dios creó a la mujer. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir también tuvieron casa aquí. Romy Schneider, Catherine Deneuve y José Luis de Vilallonga fueron otros de los habituales del lugar. La riqueza ostentosa de una parte de sus visitantes ha convertido este enclave en el destino favorito de representantes de la jet-set y curiosos atraídos por su leyenda.
La vista desde la terraza de La Ponche, el hotelito en el barrio de pescadores de Saint-Tropez que frecuentaban las estrellas del cine y la literatura, ha cambiado poco. Las montañas a la otra orilla del golfo, los veleros y, como decía la escritora Françoise Sagan, “el único elemento estable del pueblo: el agua azul, el agua lisa”. Sí, ahora se ven más construcciones en la costa que en las fotografías de la época y algún yate interrumpe la calma del Mare Nostrum.
Pero La Ponche —este rincón del pueblo que Brigitte Bardot hizo célebre cuando en 1956 protagonizó Y Dios creó a la mujer— parece inmune al paso del tiempo.
“Mire, ahí nací yo”, dice Simone Duckstein señalando el edificio que en aquel año, 1943, todavía no era un hotel, sino un bar regentado por sus padres. Sentada en la terraza, Duckstein habla del Saint-Tropez de antes, del de ahora. Ella estuvo aquí desde el principio.
A todos los vio pasar. A Picasso y a Boris Vian, el trompetista-poeta que convenció a los padres de Simone para abrir una pequeña boîte de jazz que tras la II Guerra Mundial se convertiría en una sucursal en la Costa Azul de Saint-Germain-des-Prés, el barrio existencialista de París. A Simone de Beauvoir y a Jean-Paul Sartre. A sus amigas: Sagan, la autora de Buenos días, tristeza, y Bardot o B. B., recluida desde hace años en sus casas, La Madrague y La Garrigue, cerca de aquí, pero indiscutible emperatriz de Saint-Tropez.
Y a tantos otros: Romy Schneider, Catherine Deneuve, ¡José Luis de Vilallonga!… No cita tantos nombres por vanidad. Realmente fueron el paisaje de su vida. Pocas personas vieron tan de cerca y desde una atalaya como esta —la terraza de La Ponche— los dramas y las alegrías, las transformaciones profundas y lo que nunca cambia en la vida de uno de los destinos veraniegos más exclusivos.
“Es un pueblo de verdad, con sus tradiciones. Y a la vez todo el mundo está aquí”, resume Simone Duckstein. “Hay algo telúrico en Saint-Tropez, hay algo en el suelo”, añade. Materia, magia… La historia de Saint-Tropez podría dividirse, como la era cristiana, en un antes de Brigitte Bardot y un después de Brigitte Bardot (a. B. B. y d. B. B.).
El año cero es el del estreno de Y Dios creó a la mujer, la historia de una mujer libre y moderna que revoluciona un pueblo costero que se debatía entre mantener la tradición de la pesca o abrirse al turismo. Uno de los pretendientes de la protagonista quiere construir un casino. Otro se resiste a venderle los terrenos. No hubo un casino en Saint-Tropez —para ello hay que desplazarse a Sainte-Maxime, en la otra orilla del golfo, o a Cannes, o a Niza—, pero el éxito mundial de la película, dirigida por el esposo de B. B. Roger Vadim, removió los cimientos del plácido puerto, hasta entonces un refugio de artistas, intelectuales, actores de Hollywood y burgueses parisienses.
Como los Bardot, recuerda Duckstein, quienes, tras pasar la noche en el tren, solían llegar con sus hijas, Brigitte y Mijanou, por la mañana y dirigirse a La Ponche para desayunar. Nada volvió a ser igual en la era d. B. B. “El mundo entero nos había descubierto, el pueblo ya no nos pertenecía, había que compartirlo”, explica Simone Duckstein. “No se podían dar dos pasos en la calle sin que alguien preguntase: ‘¿Dónde vive Brigitte Bardot?’.
Saint-Tropez había dejado de ser una joya secreta y era el lugar que atraía los focos mundiales, el pueblo que despertaba todo tipo de fantasías, el escenario de más y más películas —la serie cómica de El gendarme, de Louis de Funès, y otras—, y el imán de estrellas y ricos de todo pelaje.
“Teníamos muy mala reputación en aquella época”, dice Duckstein cuando recuerda los años posteriores a Y Dios creó a la mujer. “Era el lugar de la fiesta y el bling-bling”, añade aludiendo a la onomatopeya que imita el ruido de las joyas y designa a la riqueza ostentosa de una parte del público que empezó a visitar Saint-Tropez a partir de los años sesenta: una mezcla de jet-set y curiosos por el nombre del municipio.
Ahora entrar en Saint-Tropez por carretera puede ser un calvario debido a un tráfico digno de una gran ciudad en hora punta. Y basta un paseo por el puerto para comprobar la hegemonía bling-bling: los pequeños barcos amarrados a la sombra gigantesca de los yates frente al famoso café Sénéquier, las callejuelas que son un centro comercial de firmas de lujo al aire libre, las mansiones protegidas y aisladas, una ONU de milmillonarios. “Hoy hay que conocer a las personalidades de 20 países, y esto complica el trabajo”, declaró hace unos años el fotógrafo de celebridades Pierre Aslan a Le Monde. “Se acabó la época en la que los habituales echaban raíces todo el verano.
Ahora algunos llegan con barcos de 250 millones de euros y al día siguiente se marchan”.
Nadie escribió tan bien del viejo Saint-Tropez como Françoise Sagan, quien tenía habitación en La Ponche. Por entonces ya había trasladado sus cuarteles a Normandía, pero le gustaba acudir a pasar unos días fuera de temporada en la Costa Azul. Solía sentarse en la terraza con vistas al mar, la misma donde ahora Simone Duckstein desgrana sus recuerdos.
“Ya no es la risa lo que reina en la noche, ni el placer, ni la curiosidad”, escribió Sagan. “Es una especie de exhibición permanente —y generalmente falsa— de esta alegría, de este placer, de esta curiosidad; una exhibición que oculta, de hecho, y poco a poco, una sociedad tan burguesa, tan regimentada, tan cotilla y provinciana que puede o podría ser la de una ciudad cuyos héroes ya solo tuvieran derechos y ningún deber”.
Duckstein, que ha escrito varios libros sobre el hotel y el pueblo, vendió La Ponche el año pasado. No tiene hijos y quería asegurarse de que el establecimiento le sobreviviría.
Al contrario que Sagan, quien murió en 2004, Bardot nunca desertó de Saint-Tropez, aunque hace años que no se la ve por las calles.
—¿Todavía preguntan los turistas por ella? —le decimos a Duckstein.
—Menos, menos.
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