lunes, 12 de julio de 2021

Así secuestró el imperialismo japonés la flor de cerezo como símbolo de los kamikazes

 

Naoko Abe relata en ‘El hombre que salvó a los cerezos’ la relación de Japón un árbol emblemático, pero también la historia del jardinero inglés que rescató a muchas especies de la extinción

GUILLERMO ALTARES Madrid - 12 JUL 2021 - 00:30 GMT-3 Desde tiempos inmemoriales, los cerezos habían ayudado a los campesinos japoneses a identificar el momento en el que se acercaba el fin de invierno. 

Durante siglos, estos árboles fueron venerados en este país y su floración, la sakura, se convirtió en un poderoso símbolo de alegría y paz, pero también de la brevedad de la existencia. El hanami, la contemplación de la floración, se mantiene como una de las tradiciones más importantes del calendario japonés. Sin embargo, en los años treinta, con el auge del imperialismo todo cambió. 

“En poco más de una generación”, escribe Naoko Abe en El hombre que salvó a los cerezos (Anagrama), “los líderes japoneses habían transformado secreta e imperceptiblemente las flores de cerezo —que llevaban siendo un símbolo de paz más de dos mil años— en flores de destrucción”. Los árboles se toman su revancha en las librerías El secuestro de las flores del cerezo por la ideología imperial japonesa, hasta convertirlas en símbolo de los kamikazes, los pilotos suicidas que se lanzaban contra los barcos estadounidenses, es una de las muchas historias que cuenta la periodista japonesa afincada en Londres Naoko Abe, de 63 años, en su libro El hombre que salvó a los cerezos (Anagrama, traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona). 

El título hace referencia al protagonista del relato, Collingwood Ingram, un inglés obsesionado por los cerezos silvestres de Japón que, en su jardín de Kent, llegó a preservar especies que habían desaparecido en su país de origen. Pero su relato va más allá de la botánica para convertirse también en una reflexión sobre una de las épocas más negras de la historia de este país y sobre la reconstrucción de la memoria en la posguerra. “Las flores de cerezo están profundamente arraigadas en la mente de los japoneses”, explica Naoko Abe en una entrevista por vídeoconferencia desde Londres. “Es algo muy emocional y hermoso.

 La gente ama las flores. Y las flores tienen muchos significados: son un símbolo de la belleza, del amor, de la paz, pero también tuvieron otras lecturas. El simbolismo puede ir desde lo positivo a lo negativo. Y eso fue lo que ocurrió durante la guerra: se transformó completamente sin que nadie se diese realmente cuenta por las circunstancias de entonces. Por eso creo que era importante mostrar cómo ocurrió, porque es una transformación que no se ha estudiado mucho”. El libro reproduce un artículo de 1942, cuando Estados Unidos acababa de lanzar el primer ataque aéreo contra Japón, escrito por el encargado de parques de Tokio que muestra perfectamente la metamorfosis definitiva de la flor de cerezo en símbolo de la violencia y del militarismo.

 “En la base de las victorias del Ejército imperial”, reza el texto, “hay una inmensa reserva de ese espíritu inmemorial que representa la flor del cerezo. Con ese espíritu anhelan nuestros soldados morir valerosamente por nuestro emperador”. Abe cree que esa etapa de la historia de Japón ha sido completamente superada, pero que una parte de la ideología sigue ahí. “Todavía hay gente que glorifica la idea de que los jóvenes deben dedicar sus vidas a su país. 

Otra cosa es que no lo hagan de forma pública y oficial. Aunque, afortunadamente, lo contemplan con bastante distancia. La mayoría prefiere la paz a la guerra y son conscientes de lo que ocurrió en el pasado”. A través de los cerezos, Naoko Abe narra la historia de Japón, un país que durante tres siglos estuvo totalmente cerrado al exterior hasta la restauración Meiji de mediados del siglo XIX, así como la de su propia familia, que vivió la época de los cerezos imperiales.

 Como si fuese un árbol, es un libro del que surgen muchas ramas. Una de ellas es la historia de Collingwood Ingram. “Cuando vine a vivir a Inglaterra entré en contacto con jardineros y horticultores y rápidamente descubrí la historia de ese hombre que, al principio del siglo XX, se enamoró de los cerezos ornamentales japoneses y los introdujo en Inglaterra”, explica Abe. “Eso me despertó mucha curiosidad y quise investigar qué tipo de persona era. Para él, como darwinista, la diversidad era esencial. Y cuando viaja a Japón en 1926 se da cuenta de que muchas especies están desapareciendo y advierte de los peligros de la pérdida de biodiversidad”.

 De todas las historias de aquel viaje de Ingram a Japón en 1926 la más extraordinaria tiene que ver con la variedad taihaku o akatsuki. El botánico inglés estaba visitando a Seisaku Funatsu, cerca del río Arakawa. Se trataba de uno de los mayores expertos en estos árboles del país y, escribe Abe, tras enseñarle una serie de acuarelas de flores de cerezos, le mostró una especialmente bella. “Este cerezo lo pintó mi tatarabuelo hace 130 años. Solíamos verlos cerca de Kioto, pero parece que se han extinguido. Ya no los encuentro por ninguna parte”, le explicó con nostalgia el sabio Funatsu a Ingram. Y este respondió: “¡Ese cerezo crece en mi jardín de Kent!”. 

Cuando logró hibridarlo tras encontrarlo en el jardín de una amiga, lo bautizó como taihaku, “gran cerezo blanco”, aunque descubrió durante aquella visita que el nombre en japonés era akatsuki. Tardó casi cinco años en lograr que unos esquejes llegasen vivos a Japón (era un viaje larguísimo): lo consiguió gracias a que los mandó por el Transiberiano utilizando patatas cortadas para que sacasen el agua suficiente. Fue el principio de algo mucho más importante: durante la Segunda Guerra Mundial casi todas las grandes ciudades japonesas fueron destruidas y, con ellas, los cerezos que formaban parte del paisaje urbano desde hacía siglos. En cambio, los cerezos que Ingram conservaba en su jardín de La Grange habían sobrevivido al conflicto y sus 129 especies podían multiplicarse por todo el mundo. De hecho, desde el National Mall de Washington hasta varios jardines reales albergan cerezos que existen gracias a la obsesión de aquel jardinero inglés. 

 Antes de coleccionista de cerezos, Ingram fue observador de pájaros y se dio cuenta de que, cada año que pasaba (y murió a los 101, en 1981, tuvo mucho tiempo para contemplar la naturaleza), menos especies anidaban en su jardín de La Grange, en el sur de Inglaterra. Sintió, y le preocupaba mucho, que algo estaba ocurriendo en la naturaleza. Este año en Japón se ha producido la sakura más temprana en 1.200 años (desde el año 812 existen documentos que señalan la fecha). El adelanto de la floración de los cerezos es un signo más de la crisis climática que padece el planeta. “Es sin duda un indicio del calentamiento global”, explica Abe. 

“Para florecer, los cerezos necesitan que haga frío por lo menos durante un mes. Para despertar necesitan haber pasado un invierno con temperaturas inferiores a cero. A largo plazo, si el calentamiento sigue avanzando, habrá un momento en que las flores de cerezo desaparezcan. Es un efecto a muy largo plazo: los cerezos florecerán cada vez más tarde y es posible que un día dejen de florecer del todo”. Habrán sobrevivido a ser un símbolo de la barbarie imperial y de la muerte; pero no a la crisis climática que padece el planeta.

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