Horacio Tobler Spinetti: Los abuelos o bisabuelos inmigrantes que durante buena parte del siglo XX terminaron recalando en Uruguay para huir del hambre en Europa, contribuyeron decisivamente en la construcción del país y en la formación de su idiosincrasia. Aquellos hombres y mujeres, pobres de solemnidad, introdujeron al Uruguay valores básicos de convivencia, que durante mucho tiempo hicieron de la sociedad uruguaya una muy diferente a otras de la región: la tolerancia por lo diferente, el respeto entre las personas, la solidaridad, la competencia sana, la racionalidad, la libertad, la igualdad en el punto de partida, la prolijidad, la puntualidad, el placer por el trabajo bien hecho, la cortesía, el cumplimiento de la palabra empeñada, el honor, la cultura del trabajo como un deber moral para superarse en la vida, el trabajo como promotor del esfuerzo, del sacrificio, de la superación y de la perseverancia; el trabajo como un valor que enaltece al ser humano y lo dignifica como persona.
Muchos de esos valores se han ido perdiendo progresivamente. Y han sido sustituidos por otros, casi todos nefastos. Uno de los peores es la desidia. La desidia es la negligencia, la ausencia de cuidado y la falta de aplicación para hacer las cosas. La desidia es lo contrario de lo que los viejos obreros de la construcción hacían en la primera mitad del siglo XX, cuando se preocupaban de que en “su obra” las terminaciones quedaran perfectas. Eran los tiempos en que la mayoría de las personas sentían orgullo por el trabajo bien hecho, aunque eso no supusiera una remuneración económica adicional. Ya no es así.
Apenas un ejemplo de que eso ya no es así pudo leerse en la última edición de Búsqueda (Nº 1.846), en la nota de Silvana Tanzi sobre el calamitoso estado en que se encuentra la vieja Estación Central de ferrocarriles, declarada —y solo declarada— “monumento histórico nacional”.
Cuenta Tanzi en ese artículo tan aleccionador como angustiante, que el otrora majestuoso edificio construido en 1897 por el italiano Luigi Andreoni “ha venido batallando contra el tiempo en una especie de ‘abandono vigilado’ por el Banco Hipotecario del Uruguay (BHU). Muestras de su deterioro se ven en su galería sobre la calle La Paz: un fuerte olor a orina, paredes cubiertas de grafitis y ennegrecidas por la quema de basura, destrozo de aberturas y de la ornamentación, entre ellas las estatuas de los inventores Alessandro Volta (inventor de la pila eléctrica en 1800) y Denis Papin (inventor de la máquina a vapor en 1707), que perdieron sus pies y algunos de sus dedos”.
Muchos de esos valores se han ido perdiendo progresivamente. Y han sido sustituidos por otros, casi todos nefastos. Uno de los peores es la desidia. La desidia es la negligencia, la ausencia de cuidado y la falta de aplicación para hacer las cosas. La desidia es lo contrario de lo que los viejos obreros de la construcción hacían en la primera mitad del siglo XX, cuando se preocupaban de que en “su obra” las terminaciones quedaran perfectas. Eran los tiempos en que la mayoría de las personas sentían orgullo por el trabajo bien hecho, aunque eso no supusiera una remuneración económica adicional. Ya no es así.
Apenas un ejemplo de que eso ya no es así pudo leerse en la última edición de Búsqueda (Nº 1.846), en la nota de Silvana Tanzi sobre el calamitoso estado en que se encuentra la vieja Estación Central de ferrocarriles, declarada —y solo declarada— “monumento histórico nacional”.
Cuenta Tanzi en ese artículo tan aleccionador como angustiante, que el otrora majestuoso edificio construido en 1897 por el italiano Luigi Andreoni “ha venido batallando contra el tiempo en una especie de ‘abandono vigilado’ por el Banco Hipotecario del Uruguay (BHU). Muestras de su deterioro se ven en su galería sobre la calle La Paz: un fuerte olor a orina, paredes cubiertas de grafitis y ennegrecidas por la quema de basura, destrozo de aberturas y de la ornamentación, entre ellas las estatuas de los inventores Alessandro Volta (inventor de la pila eléctrica en 1800) y Denis Papin (inventor de la máquina a vapor en 1707), que perdieron sus pies y algunos de sus dedos”.
En una sociedad tan alicaída en materia de valores, de educación y de cultura general, ¿a quién le va a importar que ladronzuelos ignorantes desguacen los monumentos de dos de los más grandes hombres que ha dado la ciencia a lo largo de su historia?
La historia que cuenta Tanzi es una historia de pertinaz desidia. Desidia de los gobiernos que desde hace por lo menos 12 años han dejado que se vaya cayendo a pedazos una parte central del patrimonio cultural de la sociedad. Un “abandono vigilado” por el Estado, para peor. Uruguay debe ser uno de los pocos lugares del mundo donde los administradores públicos saben perfectamente que un “monumento histórico” tiene que ser protegido pero, como tienen mala conciencia, deciden ¡vigilar el abandono!
La periodista narra cómo no solamente ya no llegan más ferrocarriles a la Estación Central, sino también los fracasos de proyectos para su reutilización y los interminables juicios entre privados y el Estado por la posesión de un inmueble que, a pesar de los tironeos en los tribunales, nadie parece querer realmente.
Cuando el Uruguay era un país del cual sus habitantes se sentían orgullosos, el Consejo Nacional de Administración y el Ministerio de Instrucción Pública decidieron publicar en 1925 “El libro del centenario del Uruguay”, una maravillosa obra donde se pasa revista a todo lo que el país había logrado desde la Cruzada Libertadora de los Treinta y Tres Orientales.
En la página 464 (el volumen tiene 1.095), en el detallado capítulo dedicado a los ferrocarriles uruguayos, hay un apartado para la Estación Central. “La Central del Uruguay —dice— ha contribuido al embellecimiento y al engrandecimiento edilicio de Montevideo, con las vastas construcciones de su Estación Central, que ocupan en conjunto varias hectáreas, desde el nacimiento de la Rambla Sud América —calle Río Negro desde Miguelete— hacia Mántaras. Forma cabeza del conjunto la magnífica Estación Central, construida en sustitución de la primitiva que se incendió el 14 de diciembre de 1891. Planeó el edificio y dirigió su total construcción el ingeniero don Luis Andreoni. Fue inaugurada el 21 de julio de 1897. Consta de dos pisos en los que están concentradas todas las oficinas de Administración, Tráfico, Ingeniería, Telégrafo, Contaduría, Directorio Local y su amplio andén consta de cuatro plataformas con siete vías de entrada y salida de trenes. Considerada monumental y hasta excesiva en la fecha de su inauguración, hoy —28 años después— va resultando insuficiente para el movimiento general del país, que ella concentra y esparce”.
La Estación Central podría recibir trenes si estos volvieran a funcionar. Pero si no es así, podría ser un centro cultural, un lugar de convenciones, un museo histórico o lo que sea de provecho para la sociedad, como ocurre en los países avanzados. Cualquier cosa menos este adefesio maloliente que es hoy, a vista y paciencia de todos nosotros: ciudadanos y gobernantes.
Una sociedad que descuida sus emblemas históricos, que destruye su memoria colectiva, que se desentiende de los esfuerzos de sus ancestros y que ignora voluntariamente su pasado más glorioso, es una sociedad carcomida por la desidia. Y así como ve morir la Estación Central sin que se le mueva un pelo, aturdida por tweets imbéciles, mensajes estúpidos en Whatsapp, selfies idiotas y banalidades en Facebook, así asiste anómica a la destrucción de su sistema educativo, al aumento de la intolerancia en todos los niveles, a la mugre, a la desprolijidad, a la ley de la selva y, al final, a la pérdida de la libertad.
Porque, aunque se crean libres, en una sociedad así, inculta, incolora, insípida e inodora, los individuos son esclavos de su ignorancia, meros habitantes pero no ciudadanos, y ovejas de un triste rebaño que, sin siquiera saberlo, va indefectiblemente al matadero.
Si la negligencia generalizada provoca un día el desmoronamiento de la Estación Central, apenas se habrá caído un edificio. Pero la cultura, ese termómetro intangible que mide el estado de cada sociedad, habrá recibido otra puñalada. Una más de una lista ya demasiado extensa.
Por Claudio Paolillo
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