El patrimonio parcial, y que puede ser rastreado, se calcula en 2 billones de dólares, repartidos en depósitos bancarios y propiedades en Italia y el resto del mundo Por Alberto Amato 18 de Junio de 2021 Francisco encabeza, como obispo de Roma y vicario de Cristo en la Tierra, un emporio económico millonario en dólares. El patrimonio parcial de la Iglesia, y que puede ser rastreado, se calcula en 2 billones de dólares, repartidos en depósitos bancarios y propiedades en Italia y el resto del mundo.
En el Vaticano opera, desde su fundación en 1942, un banco propiedad de la Iglesia que hace unos años declaraba 8 mil millones de dólares en activos. Lo maneja el Instituto para las Obras de Religión (IOR) y es el banco que se vio ligado en los años 70 y 80 al escándalo financiero que sacudió a Italia y al Vaticano, que vinculó a la iglesia con la mafia y la secta masónica Propaganda Due y terminó con quien era el financista de la Iglesia Católica colgado de un puente de Londres, sin que se sepa hasta hoy si fue asesinado o se suicidó.
Luego del breve reinado de Juan Pablo I, treinta y tres días como Papa, el Espíritu Santo y los cardenales designaron al primer pontífice no italiano en cuatro siglos y medio, para que fuese un extranjero el encargado de poner orden en las finanzas vaticanas.
Ese fue uno de los motivos de la elección del polaco Karol Wojtyla, Juan Pablo II, que murió tras 27 años de reinado sin haber concluido su misión; tampoco lo hizo su sucesor, Benedicto XVI, que abdicó agotado “un cordero entre lobos”, dijo de él L’Osservatore Romano. Y en eso está Francisco, con éxito dispar.
“El dinero y el poder ensucian”, dijo Francisco en 2016 a 226 obispos de la Conferencia Episcopal Italiana. Y pidió que el clero abandonara las propiedades materiales no dedicadas al culto. Trazó la parábola del “cura descalzo”, que nada tiene, que ayuda a los humildes y que nada pide para él. Es lo que hizo Francisco de Asís, de quien Jorge Bergoglio adoptó el nombre para reinar sobre 1.100 millones de católicos.
No hay noticias hasta hoy, de que el clero italiano haya seguido sus consejos. Ni su prédica.
Todos los años, el Vaticano recibe una importante suma de dinero, en 2016 fueron mil millones de euros, equivalente al 8 por mil del impuesto a las ganancias que el 80 por ciento de los italianos deriva al sostén del culto religioso. El 20 por ciento del patrimonio edilicio y físico (terrenos) de Italia es propiedad de la Iglesia: es un patrimonio de cerca de 115 mil inmuebles, según el Grupo Re, que asesora al Vaticano en temas económicos.
Un patrimonio que crece cada año con las donaciones testamentarias que recibe la Iglesia.
La Santa Sede mantiene un depósito en oro en la Reserva Federal de Estados Unidos, participa como accionista en muchas empresas estadounidenses y administra también depósitos de oro y de dinero en efectivo en Suiza e Inglaterra.
Capital y propiedades son manejadas por dos institutos operativos del Vaticano: uno de ellos es el de Evangelización de los Pueblos, conocido como “Propaganda Fide”, con una espléndida sede que se alza en Roma al costado de la Piazza Spagna, y que es dueño a su vez de 957 departamentos romanos valuados en unos 9 mil millones de euros; el segundo instituto es el de la Administración del Patrimonio de la Santa Sede (APSA), dueño de cerca de 5 mil propiedades.
Salvo que Francisco declare que el capital vaticano es un bien universal per se, dada la entidad de su misión y la de la Santa Sede, ese patrimonio multimillonario también es un derecho secundario.
Francisco así lo cree. En eso ejerce dos de las virtudes teologales, el coraje y la templanza.
La prudencia también es otra virtud teologal. Y Bergoglio no puede ignorar que las palabras de la Iglesia Católica pueden ser, y lo son, interpretadas según cada país, cada momento histórico y según las intenciones de los interpretadores.
Dos encíclicas de sus antecesores, “Mater et Magistra (Madre y Maestra)”, de Juan XXIII, publicada en 1961 y “Populorum Progressio (El progreso de los pueblos)”, de Paulo VI, en 1967, dieron origen en los convulsos años 70 al Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, de los que la propia Iglesia abjuró años más tarde, e impulsaron a muchos jóvenes católicos a integrar los grupos guerrilleros que actuaron en especial en América Latina.
El jueves, en Ginebra, el Papa no se diferenció mucho de sus predecesores: exigió una reforma profunda de la economía, tal como lo hicieron Juan XXIII y Paulo VI, abogó por el respeto a los derechos fundamentales de los trabajadores, como también hicieron sus antecesores y reclamó mayor equidad para evitar el “descarte” de los más humildes. Ese término, “descarte”, es nuevo en el lenguaje de la Santa Sede. Francisco pareció notar un nuevo rasgo cultural al que igualó con el COVID-19, “el virus de la indiferencia egoísta” y advirtió: “Una sociedad no puede progresas descartando”. Con otras palabras, Francisco es un hombre vigoroso aún a sus 84 años, también abogaron por ello los anteriores pontífices.
Lo nuevo en la mini encíclica del Papa del jueves pasado, lo que lo distinguió de todos sus antecesores, es que Francisco se preguntó si no había llegado el momento “de liberarnos definitivamente de la herencia del Iluminismo, que asociaba la palabra cultura a un cierto tipo de formación intelectual y de pertenencia social. Cada pueblo tiene su cultura y nosotros debemos aceptarla como es”. Y, luego, reiteró a Juan XXIII y a Paulo VI: “el derecho a la propiedad es un derecho natural”, pero hizo la diferencia, “es un derecho secundario”, que depende “del derecho primario que es la destinación universal de los bienes”.
Los intérpretes antojadizos de los mensajes de la Santa Sede ya plantean, o imaginan, una socialización de los medios de producción, al más puro estilo marxista leninista, una ocupación de tierras baldías o improductivas, y una expropiación de bienes discrecional, arbitraria y tornadiza, decidida y ejecutada, tal vez, no se sabe por quién, al estilo de Hugo Chávez y su fatal y divertido “¡Exprópiese!”.
Si esa fue la intención del Papa, sería un rasgo apostólico que lo descifre. Y, si no lo fue, sería ejercer otra virtud teologal, la justicia, que lo precise.
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