sábado, 17 de abril de 2021

Monja, sorda y sometida al electroshock por Freud: la trágica vida de la madre de Felipe de Edimburgo


Por Ana van Gelderen

“No escucho bien, señor. Soy sorda”, solía decir la princesa Alicia de Battenberg cada vez que la Gestapo se presentaba en su casa de Atenas. En alemán, con rostro de anciana y fama de loca, tenía sus trucos para evitar las requisas de las fuerzas de Hitler. Así, durante un año, escondió en su altillo a los Cohen, una familia judía que soportaba la ocupación nazi en Grecia durante la Segunda Guerra Mundial.

¿Quién fue la madre de Felipe de Edimburgo, la mujer que marcó al hombre que acompañó a la Reina Isabel durante 73 años?

Bisnieta de la reina Victoria de Inglaterra e hija de príncipes alemanes, Alicia nació en el castillo de Windsor, en 1885. Tenía más de cinco años cuando le diagnosticaron sordera congénita, pero estimulada por su madre, la princesa aprendió a leer los labios y llegó a manejar cuatro idiomas: inglés, alemán, francés y griego. Se crió en Inglaterra y con una belleza descomunal enamoró al guapísimo príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca, cuando tenía 17 años. Lo había conocido durante la coronación de su abuelo, el rey Eduardo VII, bisabuelo de Isabel II, quien mucho más adelante sería su nuera. Se casaron en 1903, tuvieron cuatro hijas y un varón, Felipe, aquel que terminaría siendo el príncipe consorte de Inglaterra. Todo cuando todavía plebeyos no se casaban con nobles y las distintas ramas de las familias reales se cruzaban entre sí.

Sin embargo, a pesar de lo promisorio de aquel enlace, las cosas no serían fáciles para la familia real griega. En 1922, tras la derrota de los helenos en la guerra con Turquía, Alicia, su marido y sus hijos tendrían que exiliarse en un barco inglés con Francia como destino. Cuenta la leyenda que Felipe, que había nacido en el palacio Mon Repos de Corfú, tenía un año y medio cuando lo colocaron en un cajón de naranjas vacío para que atravesara escondido el Mediterráneo.

Una vez en la Europa continental y producto del exilio, Alicia empezó a manifestar problemas psiquiátricos. En 1930 le diagnosticaron esquizofrenia. Su marido la dejó y se fue a vivir a Montecarlo, con su amante, una actriz francesa. Mientras sus hijas mayores se instalaron en Alemania, Felipe fue a parar a un internado de Escocia. Con la familia totalmente disgregada, la princesa fue internada en un sanatorio suizo dónde no hicieron más que torturarla con métodos exploratorios. De hecho el mismísimo Sigmund Freud le indicó electroshock y radiación sobre sus ovarios “para eliminar su libido”.

Tras dos años de sometimientos, Alicia vivió en distintas ciudades de Europa, sola y con algo del dinero que le quedaba. Algunos aseguran que llegó a vivir en un modesto bed and breakfast en Colonia, Alemania. A esa altura, sus hijas ya se habían casado -sin su presencia- con nobles germanos -más de uno era nazi-, mientras que a Felipe lo cuidaba de cerca su tío, Lord Louis Mountbatten -la variación del apellido Battenberg la rama inglesa de la familia había elegido durante la Primera Guerra Mundial-.

En 1935, cuando la monarquía fue restaurada en Grecia, Alicia volvió a Atenas y quiso recuperar a su hijo menor. Pero Felipe, que ya era parte de la Marina Real inglesa, no tenía planes de volver con aquella madre que no había podido cuidar de él cuando la necesitó. Eso sí, dos años más tarde, la familia entera volvió a encontrarse durante los funerales de Cecilia, la tercera hija de Alicia, que murió junto a su marido y dos de sus hijos en un accidente de avión. Instalada en la capital griega, en 1941 sobrevivía a la ocupación nazi gracias a los víveres que su hermano, Lord Mountbatten, le hacía llegar desde Inglaterra -y que ella repartía entre los más necesitados-. Preocupada por los desprotegidos y maternando como no lo había podido hacer con sus hijos, con cincuenta años se dedicaba a colaborar con la Cruz Roja. Siempre con discreción y jamás sacando a relucir su título de princesa.

Sabía de primeros auxilios: durante la guerra de los Balcanes (1912-1913) se había destacado como enfermera. Fue entonces cuando, durante más de un año, escondió en lo más alto de su casa a una familia judía. Los Cohen, que en su momento habían ayudado a la familia real griega a escapar de los turcos, ahora eran cobijados por la princesa, a sólo unas cuadras de las oficinas de la Gestapo. Hablando en alemán y conocedora de las formas nazis -tenía yernos simpatizantes- Alicia sabía cómo disuadir a las fuerzas cada vez que le tocaban la puerta. A esa altura, en un hotel de Mónaco ya había muerto Andrés, su ex marido, frívolo y mujeriego.

En 1947, cuando su hijo le comunicó sus intenciones de casarse con la princesa Isabel, heredera al trono británico, Alicia le entregó una de las tiaras que le quedaban para que confeccionara un anillo de compromiso. Entonces, no sólo estuvo en la boda real, sino que además volvió a Londres en 1953, cuando la reina fue coronada. Ahora sí, vistiendo los hábitos de la iglesia ortodoxa griega. Porque después de cumplir con su hijo, la princesa vendió las joyas que todavía tenía y en 1949 fundó la Hermandad Cristiana de Marta y María. El convento con orfanato y geriátrico estaba en Neo Iraklio, un barrio pobre de los suburbios de Atenas. Volcada definitivamente a la espiritualidad, la caridad fue su ocupación durante casi veinte años.

Sin embargo, sus planes no serían para siempre. El golpe de estado en Grecia de 1967 la obligaría a dejar Atenas para volar a Londres, por orden de su nuera, la reina. Anciana, pero siempre alegre, vivió los dos últimos años de su vida en el Palacio de Buckingham fumando Woodbines, unos cigarrillos baratos de la época. Dicen que cuando expiró el 5 de diciembre de 1969 entre sus posesiones sólo contaba con tres batas, además del perdón invaluable de su hijo menor. Sus restos hoy descansan en la Iglesia de Santa María Magdalena, en el Monte de los Olivos, cerca de Getsemaní, en Jerusalén. “Sospecho que nunca supo que sus acciones eran especiales. Fue una persona de profunda fe y dedicada a ayudar a seres humanos en peligro”, aseguró el duque de Edimburgo en 1993, para recordar a su madre cuando recibió el reconocimiento póstumo “Justa de las Naciones”. Y por fin, la princesa más resiliente de Grecia e Inglaterra pudo descansar en paz.

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