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domingo, 26 de marzo de 2017

OPINIÓN Antropofagia populista Las huelgas docentes salvajes, los permanentes cortes de calles y rutas no son actos aislados. No hay parámetros objetivos que los justifiquen


Por Jorge Enríquez
Subsecretario de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires
Los crípticos intelectuales de Carta Abierta acuñaron el neologismo "destituyente" para denostar a cualquier persona que criticara al gobierno kirchnerista. Esas opiniones divergentes o los fallos judiciales que limitaban los abusos del poder no eran, naturalmente, fruto de ninguna conspiración.

Ahora el término se ha desempolvado por algunos sectores de la opinión pública. ¿Hay en marcha una operación "destituyente" o, para decirlo con la palabra tradicional, golpista? Mucho depende del sentido y el alcance que se le dé a ese concepto. Por suerte, los tradicionales golpes de Estado militares, que derrocaban gobiernos constitucionales y daban paso a gobiernos de facto, parecen ser sólo un mal recuerdo, tanto en la Argentina como en América Latina en general. Pero pueden existir acciones de desestabilización, como las que sufrieron los presidentes Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa.

No se trata de inventar teorías conspirativas. Es necesario distinguir lo que es la crítica, por virulenta que sea, de acciones concretas destinadas a socavar la confianza en un gobierno. El populismo, en general, tiende a creer que tiene el monopolio de la representación del pueblo. Si pierde las elecciones, interpreta que ha habido una suerte de fraude, no en el momento de la votación, sino en la tergiversación que poderes ocultos han hecho de su obra gubernamental, torciendo de esa manera la recta voluntad popular.

Como depositario único de la esencia de la nación y del pueblo, el populismo le asigna a toda derrota el sentido de un error de la historia que pronto se corregirá. Si es antes del vencimiento del mandato del presidente no populista, mejor.

Esta caracterización le cabe perfectamente al kirchnerismo. No es necesario indagar demasiado. Ellos mismos se han encargado, aun antes de la asunción de Mauricio Macri, de deslegitimar su presidencia. Basta recordar que Cristina Fernández no acudió, como es una inveterada tradición argentina, al acto de transmitir los símbolos del mando a su sucesor. No era solamente una grosería, una muestra más de su falta de educación, sino un mensaje más profundo: participar de ese acto hubiera sido reconocer la legitimidad del nuevo presidente.

De ahí en adelante, podrían citarse reiteradas declaraciones de dirigentes kirchneristas que transitan por ese camino. Y en las manifestaciones que organizan es constante, desde los primeros meses del Gobierno de Cambiemos, el reclamo de renuncia al Presidente. Las huelgas docentes salvajes, los permanentes cortes de calles y rutas no son actos aislados. No hay parámetros objetivos que los justifiquen. Hay pobreza y reducirla es uno de los tres objetivos prioritarios de Mauricio Macri, pero la había en una proporción absurda y mayor para un país que se benefició en los 12 años kirchneristas de un contexto internacional extremadamente favorable y, sin embargo, los sindicatos y las organizaciones "sociales" no alteraban la normal convivencia del modo en que lo están haciendo en estos días.

Estas acciones provocan la natural molestia de las personas que trabajan. Pero ellas saben que por primera vez en mucho tiempo se están echando las bases de un futuro de progreso y bienestar para todos. No les van a hacer bajar los brazos con patotas. El kirchnerismo ansía una revolución, pero es cada vez más una secta alejada de la realidad. Su golpismo es de opereta. Lo reflejan con patetismo ridículo las bravatas de Moreno y los tuits penosos de D'Elía, que sólo sacan a la luz su dificultosa relación con el idioma castellano.

Es algo muy importante lo que se está gestando sin palabras rimbombantes, con el lenguaje llano y directo de las obras: el cambio no solamente de un grupo político, sino de un modelo que lo excede, el populista, que nos condujo a la decadencia.

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